martes, 1 de abril de 2008

Liliana Santacroce

TARDE DE ELEFANTES

Cuando nos conocimos yo tenía 8 años y vos 12. Enseguida te llamé elefante y no por tus enormes orejas (aunque las tenías) sino por tu hermosa trompa, dibujada en tu cara de enojado, llena de manchitas como si fueran pecas, como si fueran de a ratos, agujeritos; por los que se podía hundir los dedos, comprobar su existencia y entrar a través de ellos en un mundo mágico donde habitaban dos enormes ojos azules y una mirada profunda triste o burlona, según fuera la ocasión.
Nuestras madres se conocían desde antes, de la escuela. Pero, por esas cosas que le ocurren a los grandes, se habían dejado de ver por un tiempo, hasta que se encontraron en el supermercado aquella tarde de nuestro encuentro, en el que yo supe de inmediato lo que era sentir amor a primera vista.
Vos estabas furioso porque querías ver la nueva sección electrónica donde exhibían videos juegos. Y tu madre no quería detenerse porque estaba apurada, aunque ahora se entretenía con la mía, recordando a tal o cual amiga, o el tiempo que hacía que no se veían.
Fue en uno de esos momentos cuando vos te descuidaste, y yo hundí mi dedo de chocolate con almendras, en uno de tus hoyuelos para intentar palpar la entrada a ése mundo mágico de tu cara. Por supuesto me sacaste la mano con tal furia que hizo que mi madre dejara de lado su conversación, y nos mirara por unos segundos. Segundos que se me hicieron eternos...
Se despidieron con la convicción de volverse a ver aquel sábado siguiente.
Pasaron muchos años en el que crecimos demasiado rápido, visitándonos a diario ya que fuimos apoderándonos de la amistad de nuestras madres, a pretexto para vernos; ya no te oponías a mis urgencias táctiles. Acariciaba tus pequeñitas, ahora diminutas pecas casi imperceptibles a los ojos, pero que yo conocía muy bien, porque ya eran parte de nuestro ritual de cariño. Vos seguías mis dedos con los tuyos llevándolos a tus labios, besando cada uno de ellos con la pasión de un verdadero amante.
Cuando les dijimos a los nuestros que queríamos estar juntos todo el tiempo, no se sorprendieron. Nos fuimos a vivir aquella tarde a la casita de tus abuelos que te habían dejado por herencia. Allí nos acomodamos entre muebles prestados, algunos desvencijados y otros recién pintados.
Supe que tenía un atraso al poco tiempo, se me hincharon los pies, se abulto mi panza, y se convirtió en cancha de fútbol por un montón de pataditas que compartíamos con alegría y esperanzas.

Vos lograste recibirte de ingeniero mientras yo seguía comiendo mis chocolates con almendras, tocando mis canciones con la guitarra, y declamando como poeta mis urgencias por la paz y armonía de nuestro mundo...

Supe que te dejaba solo con nuestro bebe cuando corrió el rió de sangre entre mis piernas, y los rostros del médico y de las enfermeras que me atendían en el parto, se oscurecieron; se me nublaron los ojos y pedí por tu amparo, extendiendo mis manos hacia tu cara asustada. Por tus hoyuelos me fui perdiendo, por tu trompa de elefante angustiado y por tu mirada de azul, eterno azul entre cielo y mar...
Córdoba - Argentina

No hay comentarios: