El río se hace más angosto donde la piedra blanca se adentra en el agua. Mercedes encoge las piernas, teme que se moje el niño que tiene entre los brazos.
El pequeño respeta la calma, como si el trino continuo de los pájaros lo serenara. Sólo se inquieta cuando tiene hambre y entonces la joven lo conforma con un poco de quesillo y pan en migajas.
El quinto día no queda más comida, por más que estire la mano y hurgue hasta el fondo de la bolsa.
El movimiento inusual del agua le anuncia una crecida. Estar sobre la piedra ya no es seguro. Voltea la cabeza, tras un cerco de alambre divisa un añoso algarrobo que la tienta con su ramaje extendido.
Observa la distancia; desde allí podrá ver perfectamente la piedra blanca. Carga al niño que llora cada vez con más ganas. Deja junto al tronco del árbol el atado de ropas. Entre las robustas raíces que se aferran a la tierra improvisa la cuna, lo deja allí y sin alejarse demasiado, busca con la mirada alguna planta de frutos conocidos; el llanto del pequeño no cesa.
Escucha un cencerro y por detrás una manada de cabras. Amaga con una rama seca a uno de los animales que intenta comer de los frutos recién descubiertos. La terca cabra se queda cerca y en cuanto ella se descuida, la tiene oliendo el cuerpo dormido del pequeño Lisandro. Al principio se asusta, pero una sonrisa le brota de pronto; busca el recipiente que le sirve para recoger agua y se abalanza sobre la cabra. El animal ni siquiera se resiste, hasta parece que consiente que le saquen la leche.
Cree que Salvadora es un buen nombre para esa cabra. Al atardecer, un chiquillo distraído recoge la manada y desaparece tras la loma. Cuando regresan el día siguiente, Salvadora viene directo hacia el algarrobo.
El agua ha ido subiendo, no tan de golpe como suponía Mercedes pero, de a poco, va cubriendo la piedra blanca.
La mirada de la joven se clava sobre un piquillín florecido. Debe tomarlo como otra referencia que la oriente. Recorre el trecho entre el algarrobo y el arbusto contando los pasos y luego graba el número sobre la corteza del árbol.
El pequeño gatea con habilidad entre el pedregullo; la cabra lo sigue, atenta a que no roce los espinillos.
La muchacha baja al río para lavar la ropa, recoger agua o bañar al niño. Cuando lo hace sola, se queda largo rato sobre la piedra blanca, mirando el puente que cruza más arriba. Ha perdido la cuenta de las vueltas - que en aquel tiempo - ha dado la luna paseando su distintas caras.
Lisandro dijo mamá por primera vez y le ha dejado la piel estremecida.
En las noches, que ya se tornan frías, se resguardan en una especie de cueva, encontrada a metros del algarrobo.
Ella ama a ese niño que hace preguntas, perseguido por el monólogo rumiante de la cabra. Cuando le dice mamá, sus lágrimas se escapan: no puede más.
Una tarde, decide llevarlo a la piedra blanca. Al llegar, sienta al niño entre sus piedras cruzadas. Ambos permanecen en silencio. El sol dora los cabellos desgreñados. Mira al niño que, con ojos inquietos, insiste en sus preguntas.
Al fin Mercedes señala el puente con el dedo de su mano; le cuesta pronunciar las palabras:
- No me llames mamá. Soy tu hermana. Mamá vendrá a buscarnos un día de estos, por ese puente, aquí, en la piedra blanca.
El pequeño respeta la calma, como si el trino continuo de los pájaros lo serenara. Sólo se inquieta cuando tiene hambre y entonces la joven lo conforma con un poco de quesillo y pan en migajas.
El quinto día no queda más comida, por más que estire la mano y hurgue hasta el fondo de la bolsa.
El movimiento inusual del agua le anuncia una crecida. Estar sobre la piedra ya no es seguro. Voltea la cabeza, tras un cerco de alambre divisa un añoso algarrobo que la tienta con su ramaje extendido.
Observa la distancia; desde allí podrá ver perfectamente la piedra blanca. Carga al niño que llora cada vez con más ganas. Deja junto al tronco del árbol el atado de ropas. Entre las robustas raíces que se aferran a la tierra improvisa la cuna, lo deja allí y sin alejarse demasiado, busca con la mirada alguna planta de frutos conocidos; el llanto del pequeño no cesa.
Escucha un cencerro y por detrás una manada de cabras. Amaga con una rama seca a uno de los animales que intenta comer de los frutos recién descubiertos. La terca cabra se queda cerca y en cuanto ella se descuida, la tiene oliendo el cuerpo dormido del pequeño Lisandro. Al principio se asusta, pero una sonrisa le brota de pronto; busca el recipiente que le sirve para recoger agua y se abalanza sobre la cabra. El animal ni siquiera se resiste, hasta parece que consiente que le saquen la leche.
Cree que Salvadora es un buen nombre para esa cabra. Al atardecer, un chiquillo distraído recoge la manada y desaparece tras la loma. Cuando regresan el día siguiente, Salvadora viene directo hacia el algarrobo.
El agua ha ido subiendo, no tan de golpe como suponía Mercedes pero, de a poco, va cubriendo la piedra blanca.
La mirada de la joven se clava sobre un piquillín florecido. Debe tomarlo como otra referencia que la oriente. Recorre el trecho entre el algarrobo y el arbusto contando los pasos y luego graba el número sobre la corteza del árbol.
El pequeño gatea con habilidad entre el pedregullo; la cabra lo sigue, atenta a que no roce los espinillos.
La muchacha baja al río para lavar la ropa, recoger agua o bañar al niño. Cuando lo hace sola, se queda largo rato sobre la piedra blanca, mirando el puente que cruza más arriba. Ha perdido la cuenta de las vueltas - que en aquel tiempo - ha dado la luna paseando su distintas caras.
Lisandro dijo mamá por primera vez y le ha dejado la piel estremecida.
En las noches, que ya se tornan frías, se resguardan en una especie de cueva, encontrada a metros del algarrobo.
Ella ama a ese niño que hace preguntas, perseguido por el monólogo rumiante de la cabra. Cuando le dice mamá, sus lágrimas se escapan: no puede más.
Una tarde, decide llevarlo a la piedra blanca. Al llegar, sienta al niño entre sus piedras cruzadas. Ambos permanecen en silencio. El sol dora los cabellos desgreñados. Mira al niño que, con ojos inquietos, insiste en sus preguntas.
Al fin Mercedes señala el puente con el dedo de su mano; le cuesta pronunciar las palabras:
- No me llames mamá. Soy tu hermana. Mamá vendrá a buscarnos un día de estos, por ese puente, aquí, en la piedra blanca.
Córdoba - Argentina
Contacto: galatheresa@hotmail.com
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