jueves, 20 de septiembre de 2012

Nº 61 - Primavera 2012

Cuidemos nuestros árboles, pulmones esenciales para la supervivencia del Planeta y la Raza Humana

Juan Burghi

Muerte de un árbol
 

 Juntando años en paciente espera
 logró sumar, al fin, un siglo entero.
 Tenía el cuerpo enorme de un gigante
 y el aire paternal de un buen abuelo.
 (No sé por qué creímos que esa espera
 la prolongaba para que lo viéramos...).
 Por un azar llegamos a su lado,
 justo cuando lo estaban abatiendo.
 -"¡Señor, Señor, clamamos angustiados:
 detén el brazo que destruye un sueño,
 que eso es un árbol,
 un soñar permanente con el cielo,
 y un árbol como éste es imposible
 reemplazar de nuevo;
 que no es obra de los hombres,
 sino Tuya y del Tiempo...!".

 Declinaba la tarde;
 no fue escuchado el ruego.
 Inexorable, el hacha mantenía
 su latido funesto,
 y el árbol se quejaba a cada golpe,
 y la tarde gemía en cada eco,
 y el sol en el ocaso
 cerró de prisa su ojo por no verlo.
 De pronto, oyóse un crujido agrio
 como un desgarramineto,
 y el árbol, ya vencido
 cedió como atraído por un vértigo,
 se volcó en un derrumbe estrepitoso,
 y dentro de nosotros cayó muerto...




Juan Burghi :  Nació en 1899 en Montevideo, Uruguay, en el "Rincón del Cerro".
El poeta cerrense habló alguna vez de su lugar natal como del sitio "de los variados panoramas geográficos".
Se radicó en Argentina desde 1907, e hizo de esta su tierra, donde cultivó amistades como la de Leopoldo Lugones, y allí vivió y fundó su hogar.
En 1970 recibió el "Laurel de Plata" como poeta, galardón que asignaba el Rótary Club de Buenos Aires a aquellas personalidades que por sus méritos humanos y los logros obtenidos en sus empeños científicos, artísticos, técnicos, culturales, pudieran ser señalados públicamente.
Falleció en 1985
Publicó: Zoología Lírica ~- Motivos de Pájaros ~- Pájaros nuestros ~- El paisaje y su voz ~- Madre-Tierra (1921) ~- Luz en la Sierra (1936) ~- Oro de Otoño (Poesías) ~- Motivos de Árboles ~- Aves Nuestras


Agradecemos el envío de este poema al, Dr. Aldo Bazar, uno de los tantos vecinos  de Huinca Renancó y de tantos pueblos  pequeños del interior de nuestro país, preocupados ante la mano destructora del hombre, produciendo estragos irreparables a nuestra Madre Naturaleza.
El poema de Juan Burghi, como dice Aldo: Dedicado a nuestros casi centenarios Eucaliptus, vencedores de mil batallas contra los vientos y víctimas siempre del hacha/motosierra de los mercantilistas, para los que todo negocio es bueno.
Gracias Aldo, por vuestro valioso aporte.


Ignacio Castro


Juan, el que hacia llover.
Bailaba, sintiéndose triste y miraba sin ver. Su vida era una orgía de sentimientos, desvalidos casi imperceptibles pero seguros. En oportunidades se anclaba en vanidades y hacia que el aire le supiera a húmedo. Sabía respirar, sabia respirarse la vida. Así andaba buscándose la moneda sin tratar demasiado, sin desearla.
Corriendo la suerte, siempre de atrás, alcanzándola en etapas. Era feliz de a ratos y sus ratos eran eternos. Se sabía solo pero rodeado de gente que lo amaba, todos eran sus hijos. Nació un día de lluvia quizás por eso sabe hacer llover, pocas veces, solo cuando llora o esta demasiado triste se bebe el agua salada de sus lagrimas y en algún rincón del universo esto desencadena en una garua finita pero persistente que moja la tierra, nada más.
Así era Juan, callado, tímido y persistente y mágico. Su gran sueño iba adelante como una zanahoria y el iba siguiéndolo, eso lo hacia caminar hacia un horizonte definido y alcanzable, al menos eso creía. Digo, era persistente en sus ideales, hablaba cuando era necesario y no gastaba sus palabras que eran sus tesoros. Cuando hablaba sentenciaba, juzgaba y no jodía. Eso le trajo más de un problema, a el, y más de una solución a muchos.
Juan era, digo porque murió, desaparecido. Su cuerpo jamás se encontró. Es NN. Dicen que lo arrojaron al mar desde un avión militar. Dicen. También aseguran que mientras caía al vacío, con los brazos abiertos y su cara hacia el cielo, comenzó a llover, despacito, como el sabia hacerlo.  Que el verdugo-piloto miró una vez más y vio a Juan que reía. Abajo mientras el caía, junto a sus gotas el cuerpo se explotó en el mar y se hizo agua salada.
Jamás nadie encontró el cuerpo. Solo quedó de el una foto oscura, aparecida en algún diario. Parece ser que se lo trago la dictadura, como a otros miles. Tenia 26 años y era soñador nato. Su mayor pecado fue ir por la izquierda en un mundo al revés, ese no silencio lo llevó a la muerte física.
El avión se alejo, pero el piloto aun no puede dejar de pensar en ese cuerpo cayendo explotando en agua. Hasta el día de hoy tiene la risa de Juan clavada en su almita, la lleva con el a todos lados y cuando recuerda, también llora lagrimas de Juan, y despacio el universo se abre, y caen.  Una a una las gotitas que mojan la tierra, como recuerdos, como ejemplos de vida.

Ignacio Castro: Nació en Huinca Renancó (Córdoba). Argentina. Periodista.


Libros



- Sobre lo baldío (poemas), de Liliana Chávez (Córdoba) Argentina. 93 pág . ISBN: 978-987-1100-37-8. Ed. Argos (Córdoba) Argentina. 2008.- 


 Es la soledad un muro de salitre 
que la lengua lame. 
Un corset que ciñe hasta ahogar. 
Cuatro paredes que hacen faltar el aire. 
Horno que hizo del llanto un cauce vacío. 

 Todo la aprisiona. Si el corazón crepita,
 le enseña el silencio
 su oficio de callar.
 Como sombra avanza hacia los huesos. 

 Coloco en la trampa un terrón de luz. 
Busco una fisura,
 una grieta por donde su voz reclame. 
Una viga que apuntale el cielo
 mientras arrolla con el puño las paredes 
el viento que mis venas pujan.           

                                                    Liliana Chávez 


Liliana Chávez: Nació en Deán Funes (Córdoba), y reside en Córdoba Capital. Narradora y poeta. Creadora y conductora del programa "Luna de Pájaros", que se emite todos los lunes por Fm Activa 105. de la ciudad de Córdoba Publicó: Sobre lo baldío (poemas)
Contacto: lily.chavez2010@gmail.com

El Gaucho




    Parece ser que la palabra gaucho deriva del término quechua "huachu", que significa sin padres. Esta palabra se usó en las regiones del Plata, Argentina, Uruguay y aún en Brasil, para designar a los jinetes de la llanura o pampa dedicados a la ganadería.
 
 El gaucho es una especie de vagabundo de la pampa, rústico y varonil que sabe defender su honor y demuestra valentía en circunstancias de peligro Su origen criollo proviene de la mezcla de sangre entre el español y el indígena.
 
 El gaucho luchó durante doscientos años contra las hostilidades de los indígenas y la tierra. Forjó un espíritu noble y osado. Vivió nómada, sin apegos ni prejuicios, cantó su rebeldía y amó la libertad. Nunca tuvo patrones y se ganó el sustento trabajando en el campo. Hábil jinete y criador de ganado se caracterizaba por su destreza física, su altivez y su carácter reservado y melancólico.
 
 Realizaba casi todas las faenas a caballo, animal que era su mejor compañero y toda su riqueza. El lanzamiento del lazo, la doma, el rodeo de hacienda y las travesías, eran llevadas a cabo por los jinetes que hacían del caballo su mejor instrumento.
 
 Del conquistador recibe el caballo y la guitarra; del indio, el poncho, la vincha, el mate y las boleadoras. El refrán es su forma típica de respuesta.
 
 "Cortito como patada e' chancho"
 
 "Atravesau como trote e'cuzco"
 
 "Se defiende como gato panza arriba"
 
 "Quedó como hormiguero patiao"
 
 "Más pegau que estampilla en sobre viejo"
 
 Si bien en el sur argentino los gauchos mostraban cierta indisciplina, en el norte de Argentina de principios del siglo XIX tuvieron un papel distintivo, ya que tuvieron un trascendental desempeño militar en las luchas por la independencia de España. Este se dio particularmente en la frontera con el Alto Perú. Su lucha fue descripta y recordada épicamente por Leopoldo Lugones como La Guerra Gaucha

Simón Esain

   Paraíso


Como un tambor.
 Oí el galope como a un tambor.
 Casi corriendo salí al patio, porque también oí que me nombraba cierto apodo en desuso, olvidado:
 - ¡Chulengo! ¡Chulengo! -
 La voz del hermano menor de mi madre, su voz joven, entusiasta como cuando se preparaba a contarnos una gran mentira, me anunciaba junto con su presencia, visos de lo que encontraría al salir; inmediato; cierto o no.
 En cuanto terminara de abrir los ojos.
 Pude disfrutarlo viéndolo sofrenar su ‘tostado’ al borde de la penumbra de los paraísos, alta la mano del rebenque, pañuelito verde ondeando, camisa a cuadros, riendas y apero sacudidos bravamente hasta rozar las orejas del animal. Lo vi saltar al piso, sonriente, tomarme por la cintura, levantarme sobre el recado caliente con algunos abrojos en la lana del cuero, urgiéndome a seguirlo sin soltar palabra. Le brillaba la punta de la nariz tanto como las pupilas. El bigote rubio relucía encima de su sonrisa de delfín; no le faltaban dientes en la boca ni un solo cabello a su cabeza (su cabeza rojiza que las muchachas solían acariciar ante mí).
 Otro caballo tostado, idéntico al que acababa de prestarme, se nos puso a la par, listo, resoplando de contento. Me dejó montado, pasó por debajo del cogote del animal y estribó al paso, haciéndolo caracolear entre los postes de la tranquera de la estancia, abierta a la callecita hacia el campo.
 Al final del giro se acercó y sentí que me metía entre las manos unas boleadoras avestruceras recién engrasadas. 
 Soplaba la brisa del norte. Lo primero que noté al salir. El viento del galope era otro. Era como si la brisa abriera un claro más claro frente a la casa, soplando desde el bajo con todos sus olores a laguna, y allá fuimos, a todo galope, transportados por la alegría de los caballos, seguidos por tres o cuatros perros caseros que esta vez no se quedaron atrás.
 Cruzamos un maizal de soles repetidos, desgranados y extendidos sobre el potrero del molino de las casas, mientras otro sol, más hundido en el cielo, empapaba el oeste de la bóveda, inmenso y anaranjado, como si allá fueran eternamente las seis de la tarde, deshojadas en un día de verano. La brisa del norte, perfumada por la menta de los declives y las flores de los cardos negros, nos acarició la piel. Abría surcos retorcidos pero blandos en las cercanías. Permitía contemplar las lomas como nunca antes, a pesar del vértigo que montábamos y nos arrebataba.
 Ya no existían los alambrados. Los hombres de la familia los había deshecho. Vi que habían quedado sonriendo sólo las filas de álamos, espinillos y aromos que se amparaban junto a los hilos mientras unos crecían y los otros eran extendidos y atendidos cada año.
 Una manada de ñandúes como nunca había visto, en alto cientos de sus alas despeinadas, corría entre los pastizales por delante de nosotros, y entre sus patas y gambetas lucidas, cantidad de liebres y charabones se esforzaban por imitarlos o seguirlos en la carrera. Mi padre, inclinado sobre el tuce de su doradillo Chimango, me sonrió con una felicidad tranquila que nunca me había demostrado ser capaz de gozar. Revoleó sus ‘tres marías’ al vernos, con renovada fuerza, y las soltó. No hacia algún macho elegido ni al bulto de unas hembras que escapaban apareadas, sino hacia el cielo, hacia lo alto incendiado que invitaba. Y las bolas, lentamente girando, se unieron allá a la serenidad de la luz, sin caer, para asombrarme. Para dejarme asombrado en múltiples sentidos que me despreocupaban.
 Mis otros tíos, juntos como antes, haciendo actuar sus caballos al unísono, y mis otros hermanos varones a los que me reuní instintivamente, también mis amigos montados en feroces petisos del pelaje que pidieran, revoleaban bolas por sobre sus hombros, a quien más y mejor.
 Así me descubrí a mí mismo, con mayor edad que ahora, corriendo a la par de un padre también mayor, con naturalidad más echado hacia atrás en el recado, lo que no por señorial es más fácil.
 Ñandúes y ciervos colorados saltaban y volaban sobre aquel brazo del Chelforó metido, que entraba por los potreros del fondo, formando como un puente sobre el agua plateada, enrojecida. Nuestros caballos, entusiasmados por la repercusión contagiosa del ámbito, a los que no nos resultaba necesario guiar, pecharon el arroyo con tal ímpetu que modificamos el dibujo que tenían sus barranquitas entre la cebadilla bruñida, intocada, recién peinada y protegida del tiempo por la luz. Una blanda nube de mariposas blancas, anaranjadas y amarillas, escapó del estruendo de los cascos en el agua como otra gran salpicadura silenciosa.
 Alcancé a ver niños desnudos bañandosé en otra panza del cauce. Otros que jugaban con muñequitos de barro nos alzaron en brazos como si fuésemos de juguete, nos depositaron más allá, entre los duraznillos florecidos, y volvieron a tomar sus mazacotes de greda, que hubiéramos podido aplastarles.
 Al otro lado del escenario del arroyito, hundidas hasta el ruedo de sus polleras en la flor morada, muchas madres, hermanas y tías, nos alcanzaron mate dulce y bandejas de tortas fritas calientes. 
 Nuestros ranchos ya no estaban separados, como vigilantes de cada propiedad. Los patios se juntaban y acomodaban fondo con fondo, árboles con árboles, cercos con cercos, retamas con ligustros, huerta con huerta, chiqueros con corrales y gallineros con galpones. Nuestro patio ¡por fin! daba al patio de los Arrechea, al de los Artignano, al de los Camino, de los Anza, de lo Farías, a los tres patios de los Arce con el aljibe y las hortensias de la abuela, al patio secreto de los García, de los Etchelet, los De Vincenti y al querido patio de la mismísima Escuela Gral. Belgrano. Donde al pasar volando a caballo no me sorprendí, sino que nos sorprendí a todos, todavía jugando a la bolilla, hasta la maestra arrodillada, entusiasmada, buscando culminar en hoyo.
 Vi algo que me gustó unos minutos después de verlo. Nuestra troja, siempre torcida o vencida por el peso porque papá le ponía pocos palos o la hacía demasiado alta, no parecía tan tosca al formar una rueda con las otras trojas, unas petisas, otras gordas, no tan altas, redondeadas o cuadradas y panzonas, repletas de maíz. Ninguna estaba bien hecha pero se veían hermosas, como siempre las habían visto cada uno de sus dueños.
 El potrero del fondo en lo de Abuela, había recuperado su antigua condición de mar, como cuando recién lo conocí. Así, abarcaba toda la luz del sol y los resplandores de los soles menores que aparecían y rebotaban por donde mirase.
 Los montes de acacias y eucaliptos y las nubes estiradas, se mezclaban poco a poco, de modo que toda clase de lunas manchaban los bamboleos del horizonte. Sin volverme yo sabía que una luna casi llena, casi transparente, casi humana, flotaba en el este aparecida por encima del aire y sus temblores, y que esa noche nos reflejaría otra vez en las paredes amarillentas de la casa.
 Pedazos de cielos combinados venían a mirarnos como espejos cordiales.
 Todo cuanto había ido siendo destruido y perdido mientras tratábamos de vivir nuestras vidas, aparecía recuperado y mezclado, aquí y ahora. Adivinaba y me reía. Sabía quiénes eran aquellos paisanos que corrían y gritaban a lo lejos, aunque ningún ñandú cayera ni se derramara sangre alguna. Los conocía a todos, reconocía sus caballos domingueros y hasta su manera de galopear.
 Vi las espaldas de Rafael Cortés. Por las espaldas y el pañuelo colorado supe que era él. Reconocí entre la gritería su guturalidad indiana. Como si las arreara, como si las desafiara, animaba a las manadas por delante de su brazo diestro, cargado de boleadoras, lazos, lanzas y sogas paleteadas
 Vi al tío abuelo Alejandro montado en su ‘Analcahuito’, resurrectos ambos, ganosos todavía.
 Recién entonces comprendí.
 Detrás de nosotros, frente a cada casa, la luz se arquearía para acariciarnos moral-mente al volver del paseo, al apearnos y desensillar, para recibirnos de nuevo como merecíamos.
 Uno a uno habíamos ido alcanzando la novedad consagratoria. Habíamos venido agregándonos entre el festejo mutuo, igual que sucedió en cada principio. No queríamos que ninguno quedara afuera. Hoy apenas había sido el momento de mi turno.
 De mi confortamiento.
 Tuve ganas de que esa noche asáramos corderos enteros bajo los paraísos. Pensé que mientras la comida estaba lista, jugaríamos a las escondidas entre esquinas y chispas. Esta vez agregaría mis propios cuentos a los de los demás hombres. Sí. Me animaría.
 Más tarde, niño y no niño, risas y puteadas, jugaría a la lotería de cartones sentado a una mesa muy larga, más larga aun que la de los abuelos. Allá, en las cabeceras de humo y penumbra, cerca del brasero, estarían ellos, en irrenunciables parejas, convidados con el primer mate, con la primera tajada de todo.
 Esa noche podría gritarles o hacerles una señal cuando me nombraran. Cuando supieran de mí, me recordaran y preguntaran por mí. Tal vez me pidieran que me pusiese de pie para verme mejor.
 Sentí que me brotaba el primer aullido de alegría, pero que ¡por fin! no pudo despertarme.
 ¡Por fin! Este era nuestro paraíso.


Simón Esain: Nació en Maipú, reside en Chascomús (Bs As): Argentina
Publicó: Indignación de Noviembre, Mayo de 1989,  Musa Interventora , El Momento de Ahogarse, Las Malvinas y Otros Sueños , Enero y Otros Meses, I, II, III , Setiembre y Otros Meses I, II, Setiembre Naif, El Problema de Bembi ,Toque a la Mano de Bronce


Dichos Populares


LA YUTA 

La palabra YUTA devino en lunfardo para hacer mención del policía (poli, rati o cana) y tiene dos versiones del origen: una es de cuando la policia recorrian o patrullaban a pie y de a 2 (la yunta), salían 'en yunta'. Y la version que mas me gusta es que en los conventillos los inmigrantes italianos, ante un ilícito pedían 'Aiuta, Aiuta...!' pidiendo Ayuda, y luego esto por extensión se transformó en 'ahí viene la iuta' o 'viene la yuta'

AL TUN TÚN

Con la expresión 'al tun tún', los paremiólogos no se ponen de acuerdo: para unos deviene de 'ad vultum tuum', que en latín vulgar significa 'al bulto', y para otros, es una voz creada para sugerir una acción ejecutada de golpe. De cualquier forma, hoy 'al tun tun' indica algo hecho sin análisis ni discriminación.

PONER LOS CUERNOS

Del 'derecho de pernada' que se dice le asistía al señor feudal en la Edad Media, derivó lo de 'poner los cuernos'. Antes de acostarse con la novia, el caballero colgaba en la puerta una ornamenta de ciervo para advertir que nadie entrara so pena de ser decapitado. Mientras tanto, el marido llamaba orgulloso a sus vecinos para mostrar que su señor le había puesto los cuernos.