Pan y leche, digo. Y fruta. Le alcanzo la bolsa y el rollito de dinero. Mi vecina dice que le pague más tarde. Me estafará, luego, lo sé; pero qué voy a decir si me hace un favor.
El sol de diciembre afuera. Atravieso el corredor en penumbras, las piezas, el olor a humedad, a Español, y a orines. Paso a su lado y la miro.
Duerme; igual escucho que me llama. Su voz, prendida a mis oídos, se desgarra. Retrocedo. Está echada de lado, los ojos semicerrados fijos en un punto. Quiero ir al baño, dice. Me inclino y la tomo por debajo de los brazos. El cuerpo como pegado al colchón. Ayúdame, digo. Con esfuerzo logro levantarla, la arrastro hasta el baño. No te ganas, dice. Te dejo sola y vas a poder, digo. Estiro las sábanas que no alcanzarán a enfriarse, y vuelvo. Muy bien, digo comienzo a higienizarla: mis manos ultrajan su cuerpo. Me lastimás, dice. Hay que lavarse, hace calor, m voz suena impersonal, ajena. Si hace calor, repite. Es diciembre, digo. Y al decirlo pienso en las compras para Navidad, en los regalos; eso no se lo puedo encargar a mi vecina.
La peino, pero ya no estoy con ella sino en un inmenso salón iluminado, una perspectiva de color, de olores mezclados; de cintas rojas y verdes que cuelgan del techo anunciando la Navidad; la gente se saluda, está feliz.
Rodolfo, el reno, sale por los altoparlantes y me arrastra entre las góndolas rebosantes de garrapiñadas, almendras, turrones, olores dulces. Se me hace agua la boca.
Lleváme, dice. Y la a arrastro de regreso. Te voy a sentar un ratito en la silla, digo, después tomás la pastilla. La séptima, y son las once y veinte.
Las luces regresan, las palabras entrecruzadas y las risas. Los chicos corren trepados a los changos; algunos sentados a horcajadas como muñecos bajados de las góndolas. Eso es vivir, empujar el chango y llenarlo de mercadería, chocar contra otro chango, reír sin complejos, Resulta divertido ver la sorpresa en las caras cuando alguien se equivoca de chango. Las madres empujan. Yo empujo. Empujo la silla de ruedas y me detengo frente a la cristalera que da al jardín. Intérname, dice. En algún lugar mío se suelta el último resorte. Cómo, pregunto... Nada, responde y fija la mirada en algún lugar.
La dejo, preparo su comida y, de tanto en tanto, me acerco en puntas de pie.
Con la cabeza un poco ladeada, dormita.
El timbre. Mi vecina m entrega la bolsa y dice: treinta pesos. Volvió a quedarse con el vuelto, le pago y sólo digo, gracias. El sol más alto, más alegre afuera. Me acerco a ella con el plato, la carne en fibras. Abre los ojos un instante antes, esboza una sonrisa y me la dedica. Con el pañuelo apretado en el puño y limpia la ababa que escurre. A comer, digo y trato de sonreír. Separa los labios todo lo que el Parkinson le permite, y le acerco la carne. Una, dos, tres veces. Me hace seña que espera, me pide agua. Apenas moja los labios, y cuando intento que coma otro bocado, niega con la cabeza. Insisto y vuelve a negar. Otra vez se limpia la baba. Eras tan linda, mi nena, dice. Y ahora, no soy linda, pregunto. Ahora sos grande, responde y deja caer una lágrima.
Ahora vos, sos mi nena, digo. Si, una nena que da mucho trabajo. No, mamá, digo y un dolor grande me llena el pecho al comprender que ella comprende y que. Llevo a la cocina el plato y regreso. Me siento junto a ella. Querés volver a la cama, pregunto. No, quiero que me internes. No puedo contener el llanto y la dejo sola. Busco un bolso y lo lleno con su ropa.
Mamá, voy a cambiarte, digo . Para qué, así estoy bien, responde.
Vamos a salir, te voy a poner el vestido azul. Es caluroso, dice. No importa, le contesto y empujo la silla. La baño y la perfumo; me duele en la espalda, en los tobillos, en las muñecas. Es pesada y no colabora. Me arrepiento al pensarlo.
Al fin termino, me miro en el espejo y no me reconozco: el agobio en la frente, a ambos lados de la boca, en los cabellos secos. Hago lo que puedo por mí y empujo la silla hasta la puerta, bajo el cordón. Empujo. Dónde vamos, pregunta. De compras. Qué lindo, dice y seguimos cegadas por el sol de diciembre.
Los bebes sonríen, la lengua fuera de la boca, la baba. Dan un brinco y a cabeza cuelga hacía un costado. Las madres parecen orgullosas, de qué.
Empujo la silla de ruedas, ella trata de aquietar las manos sobre su regazo, los hombros caídos, la boca desdentada. Ese, y el otro lugar, el que niego; el que no me atrevo a nombrar; al que me acerco. La silla se hace más pesada, como si de mis piernas colgaran cadenas; mis ojos, entre góndolas y changuitos.
Los niños, condensados en la luz de la siesta, estiran las manos, con esa expresión cada vez más estúpida, sentados en sus carritos, carros, sillas, sillas de ruedas decrépitas, longevas y esa idea que no se aparta. Fragmentos errantes que toman forma; acabo de llegar. Detengo la silla frente a la reja y oprimo el timbre. Hay lugar, pregunto. Pase, el Director la va a tender, el rechinar de la reja, empujo la silla y entro.
La mano del Director en mi mano. Acompáñeme, dice. Dejo la silla en medio de la sala y lo sigo. El Director me habla del lugar, de lo mejor para ella; no logro escucharlo. Vuelvo sobre mis pasos y lo observo. Los gestos se le escapan y sus manos extendidas `parecen amasar el vacío.
No queda tiempo, me digo. Completo la solicitud y pago. Ya a su lado le acaricio los cabellos rasos, me asomo a sus ojos embelesados en algún punto del techo, y beso una sonrisa que no termina de ser.
El rechinar de la reja, el sosiego en mis espalda. Rodolfo, el reno, detiene el trineo y me invita a acompañarlo con un imperceptible movimiento de hocico. No es posible, digo y lo dejo partir.
Camino entre las acacias que descomponen el sol de la tarde, y me alejo vestida de luto hasta el alma; una parte de mí con ella.
El sol de diciembre afuera. Atravieso el corredor en penumbras, las piezas, el olor a humedad, a Español, y a orines. Paso a su lado y la miro.
Duerme; igual escucho que me llama. Su voz, prendida a mis oídos, se desgarra. Retrocedo. Está echada de lado, los ojos semicerrados fijos en un punto. Quiero ir al baño, dice. Me inclino y la tomo por debajo de los brazos. El cuerpo como pegado al colchón. Ayúdame, digo. Con esfuerzo logro levantarla, la arrastro hasta el baño. No te ganas, dice. Te dejo sola y vas a poder, digo. Estiro las sábanas que no alcanzarán a enfriarse, y vuelvo. Muy bien, digo comienzo a higienizarla: mis manos ultrajan su cuerpo. Me lastimás, dice. Hay que lavarse, hace calor, m voz suena impersonal, ajena. Si hace calor, repite. Es diciembre, digo. Y al decirlo pienso en las compras para Navidad, en los regalos; eso no se lo puedo encargar a mi vecina.
La peino, pero ya no estoy con ella sino en un inmenso salón iluminado, una perspectiva de color, de olores mezclados; de cintas rojas y verdes que cuelgan del techo anunciando la Navidad; la gente se saluda, está feliz.
Rodolfo, el reno, sale por los altoparlantes y me arrastra entre las góndolas rebosantes de garrapiñadas, almendras, turrones, olores dulces. Se me hace agua la boca.
Lleváme, dice. Y la a arrastro de regreso. Te voy a sentar un ratito en la silla, digo, después tomás la pastilla. La séptima, y son las once y veinte.
Las luces regresan, las palabras entrecruzadas y las risas. Los chicos corren trepados a los changos; algunos sentados a horcajadas como muñecos bajados de las góndolas. Eso es vivir, empujar el chango y llenarlo de mercadería, chocar contra otro chango, reír sin complejos, Resulta divertido ver la sorpresa en las caras cuando alguien se equivoca de chango. Las madres empujan. Yo empujo. Empujo la silla de ruedas y me detengo frente a la cristalera que da al jardín. Intérname, dice. En algún lugar mío se suelta el último resorte. Cómo, pregunto... Nada, responde y fija la mirada en algún lugar.
La dejo, preparo su comida y, de tanto en tanto, me acerco en puntas de pie.
Con la cabeza un poco ladeada, dormita.
El timbre. Mi vecina m entrega la bolsa y dice: treinta pesos. Volvió a quedarse con el vuelto, le pago y sólo digo, gracias. El sol más alto, más alegre afuera. Me acerco a ella con el plato, la carne en fibras. Abre los ojos un instante antes, esboza una sonrisa y me la dedica. Con el pañuelo apretado en el puño y limpia la ababa que escurre. A comer, digo y trato de sonreír. Separa los labios todo lo que el Parkinson le permite, y le acerco la carne. Una, dos, tres veces. Me hace seña que espera, me pide agua. Apenas moja los labios, y cuando intento que coma otro bocado, niega con la cabeza. Insisto y vuelve a negar. Otra vez se limpia la baba. Eras tan linda, mi nena, dice. Y ahora, no soy linda, pregunto. Ahora sos grande, responde y deja caer una lágrima.
Ahora vos, sos mi nena, digo. Si, una nena que da mucho trabajo. No, mamá, digo y un dolor grande me llena el pecho al comprender que ella comprende y que. Llevo a la cocina el plato y regreso. Me siento junto a ella. Querés volver a la cama, pregunto. No, quiero que me internes. No puedo contener el llanto y la dejo sola. Busco un bolso y lo lleno con su ropa.
Mamá, voy a cambiarte, digo . Para qué, así estoy bien, responde.
Vamos a salir, te voy a poner el vestido azul. Es caluroso, dice. No importa, le contesto y empujo la silla. La baño y la perfumo; me duele en la espalda, en los tobillos, en las muñecas. Es pesada y no colabora. Me arrepiento al pensarlo.
Al fin termino, me miro en el espejo y no me reconozco: el agobio en la frente, a ambos lados de la boca, en los cabellos secos. Hago lo que puedo por mí y empujo la silla hasta la puerta, bajo el cordón. Empujo. Dónde vamos, pregunta. De compras. Qué lindo, dice y seguimos cegadas por el sol de diciembre.
Los bebes sonríen, la lengua fuera de la boca, la baba. Dan un brinco y a cabeza cuelga hacía un costado. Las madres parecen orgullosas, de qué.
Empujo la silla de ruedas, ella trata de aquietar las manos sobre su regazo, los hombros caídos, la boca desdentada. Ese, y el otro lugar, el que niego; el que no me atrevo a nombrar; al que me acerco. La silla se hace más pesada, como si de mis piernas colgaran cadenas; mis ojos, entre góndolas y changuitos.
Los niños, condensados en la luz de la siesta, estiran las manos, con esa expresión cada vez más estúpida, sentados en sus carritos, carros, sillas, sillas de ruedas decrépitas, longevas y esa idea que no se aparta. Fragmentos errantes que toman forma; acabo de llegar. Detengo la silla frente a la reja y oprimo el timbre. Hay lugar, pregunto. Pase, el Director la va a tender, el rechinar de la reja, empujo la silla y entro.
La mano del Director en mi mano. Acompáñeme, dice. Dejo la silla en medio de la sala y lo sigo. El Director me habla del lugar, de lo mejor para ella; no logro escucharlo. Vuelvo sobre mis pasos y lo observo. Los gestos se le escapan y sus manos extendidas `parecen amasar el vacío.
No queda tiempo, me digo. Completo la solicitud y pago. Ya a su lado le acaricio los cabellos rasos, me asomo a sus ojos embelesados en algún punto del techo, y beso una sonrisa que no termina de ser.
El rechinar de la reja, el sosiego en mis espalda. Rodolfo, el reno, detiene el trineo y me invita a acompañarlo con un imperceptible movimiento de hocico. No es posible, digo y lo dejo partir.
Camino entre las acacias que descomponen el sol de la tarde, y me alejo vestida de luto hasta el alma; una parte de mí con ella.
2ª Mención Narrativa: Certamen Literario "Pueblos Ranqueles 2009"
Quilmes. Buenos Aires (Argentina)
Contacto: stellabertinelli@yahoo.com.ar
2 comentarios:
Conmovedor, doliente, pude sentir el peso de la silla de ruedas, sentí que yo también la empujaba, excelente texto. Gracias Osvaldo por compartirlo!
¡Tan real y tan sentido! Con las palabras exactas,
Muchas gracias por el beneficio de leerlo.
Gracias Stella Maris, Gracias Osvald. Es un placer.
Sonia
Publicar un comentario