lunes, 22 de marzo de 2010

Elio Bernabé Piñero

Delicia

Lucas González tiene menos de quince mil habitantes y es difícil, saliendo del pueblo, precisar dónde deja de ser pueblo y se convierte definitivamente en campo. Cosas de la soja: verdear cualquier pedacito de tierra disponible.
Doce kilómetros hacía el norte de Lucas, como yendo para Maciá por la ruta doce, un estrecho camino de tierra se desprende a noventa grados de la carretera, se interna media legua en el yuyo y desemboca enla tranquera de La Mansita, una propiedad de ciento ochenta hectáreas sojeras, antaño vaqueras.
En la cocina de la casa, ahora que el estrépito de los pájaros anuncia la claridad de abril, Delicia prepara científicamente el mate amargo dejando hinchar la yerba como Dios manda, agregando carqueja al agua para el hígado del patrón y unas hojas de malva para sus propias hemorroides.
Hace poco cambiaron el viejo Ericsson gris de la Compañía Entrerriana de Teléfonos por un inalámbrico, y ella no se acostumbra aún. La melodía boba zumba cuatro veces hasta que la reconoce y atiende. Está adiestrada para no darse a conocer antes que el otro.
-Hola – dice, escucha unos diez segundos y se revela – yo soy la empleada del patrón. Él está descansando, todavía.
Otros diez segundos y se larga a caminar sujetando fuerte el aparato, hacia el pasillo que conduce a los cuartos. Se detiene ante una puerta de madera maciza, golpea con los nudillos y abre. Se acerca a la cama, extiende la mano con el teléfono.
El viejo reacciona rápido. Incorpora el torso amplio, aún robusto, recibe el aparato y agita la mano con gesto de impaciencia, ahuyentándola.


Abre la canilla de agua fría, deja caer un chorrito sobre el hueco de la bombilla. Chupa y escupe, ceba y escupe, repite la acción con agua caliente. Lleva mate y pava a la mesa, busca el cuchillo de cortar pan, troncha rebanadas de una hogaza y les esparce mermelada de higo, buena para el asma, la constipación.
El patrón es un relojito. Delicia lo sabe bien. Nunca más de diez minutos separan el despertar de la irrupción perfumada de la cocina, blanco yuyo matinal amansado con glostora, traza imponente de viejo toro recién bañado.
Desayunan sin palabras, como siempre, los pájaros en la arboleda celebrando la tenue luz, atosigando el murmullo de radio Victoria.
- Me acaban de llamar del juzgado. Me dicen que viene la policía – dice de pronto él, descargando el puño sobre la añeja mesa de algarrobo.
Ella abre los ojos negros así de grandes e intenta asimilar, darle entidad a los fonemas juzgado y policía.
-¿Es por la causa?
-Es porque la justicia se llenó de zurdos. No tendríamos que haber dejado ni uno, ese fue el error. ¿Y qué quieren ahora? ¿Me podés decir que mierda quieren?
- Pero no lo vendrán a meter preso…
- Me voy a subir un rato al tanque viejo, no va a pasar nada. Ya me dijeron que van a revisar la casa y un poco alrededor, como para cumplir. Vas a decir que me fui a Uruguay, a lo de mi hermana. Si siguen rompiendo las pelotas me voy en serio, ya estoy grandecito para vivir escondido.
-Le voy a preparar una botella de agua y una rodajas de pan, no sé si va a querer algo más…
-Los cigarrillos y la radio chiquita, espero que tenga pilas. Pan no, si es un ratito.
-Tiene pilas nuevas. Las cambiamos cunado volvió de cazar, la última vez.
Mientras el viejo se ausenta para ir de cuerpo Delicia pone el suyo frente al destino, y va acomodando las cosas en un raído morral del Ejército Argentino – marchito verde oliva, desdibujada escarapela. Recuerda el remedio para el corazón, ataja al patrón cuando regresa alivianado:
- No se me olvide la pastillita, no vaya a ser que le quiera falla el bobo.


Salen des la casa, atraviesan la galería de lajas, se internan en el césped empapado de rocío.
Caminan veinte metros hasta la torre cuyo cubo superior supo ser el tanque de agua del casco, hasta que un problema de napas lo dejara inoperante.
Trasponen el vano sin puerta e ingresan a la planta baja, donde se acumulan los viejos postes, partes de máquinas desahuciadas y un interesante ecosistema de hongos, insectos y roedores.
Adosada a una de las paredes, la escalera marinera se eleva unos doce metros hasta la tapa esclusa de la losa. Antes de subir el viejo la ahuyenta de nuevo, y esta vez ella acepta con gusto alejarse de tanto bicho.
Como si hubieran estado esperando que el coronel se oculte, un destartalado duna de la policía y un cuatrocientos cinco de la justicia se detiene frente a la entrada, exhiben la orden del juez federal, escuchan a Delicia y fingen creerle. También fingen revisar la casa sin resultados y se van por donde vinieron: el camino de tierra, la doce angosta y ondulada hasta Paraná, sede del juzgado donde se tramita una causa por sustracción de menores cometida hace treinta años – delito que no prescribe por considerárselo de lesa humanidad.
En el interior del coche judicial, un mequetrefe de escritorio se atreve a mencionar las claras huellas en el césped, dos pares en dirección al tanque, sólo un par en dirección contraria.
El corpulento cincuentón sentado a su izquierda lo felicita por la perspicacia y le aplica un buen codazo en las costillas. A su derecha un anciano calvo, con pinta de chucho garronero, explica:
-Lo van a pescar igual. Están viendo qué le pueden sacar antes.


Entretanto en la antigua cisterna, doce metros por encima del campo, el coronel gira frenético sobre su propio eje, revoleando el talego, mientras parece zapatear un malambo demente. Pretende con esa conducta, sin conseguirlo del todo, espantar a las ratas que desean examinar al forastero y a los murciélagos que aletean por decenas a su alrededor. El terror se hace patente, casi palpable, cuando registra en sus pantorrillas el cosquilleo inconfundible de insectos circulando pierna arriba. Interrumpe zapateo y revoleo, arquea la espalda para ocuparse de los bichos más se lo impide un bruto ataque de tos provocado por el polvo suspendido, fino como talco, tan orgánico como mineral.
Tose y tose y ya no sabe qué mierda le camina por las patas, los muslos, la entrepierna. Un rayo de lucidez lo guía hasta la tapa de la esclusa. Se arrastra con dificultad, respirando apenas a través del suéter sostenido con la mano a la altura de la boca. Toma la argolla incrustada en el centro de la circunferencia de hierro y nada. Tira con fuerza, se embadurna las manos de sangre y óxido y nada. La tapa no cede. Está agitado. Los alvéolos pulmonares comienzan a saturarse de polvillo microscópico y el oxígeno en sangre se torna insuficiente. Aparece el dolor en el brazo izquierdo, primero a la altura de los bíceps, después extendiéndose hacia la mano y el hombro, hasta interesarle toda la parte siniestra del tronco superior. Desparramado en el piso, el viejo adquiere una sólida conciencia del infarto y agoniza fugazmente, echando putas a las madres de los zurdos. Las ratas ya están sobre él, los bichos le caminan como un muerto y los murciélagos sobrevuelan el glostora, iracundos por la interrupción del sueño matinal.
La consumada claridad del día, ahora si, filtra por el tragaluz pegado al techo inundando el cubículo, que poco a poco recupera la quietud.


Delicia está acostumbrada al silencio omnipresente, al esporádico sonido de las cosas; su cuerda interior vibra de un modo más cercano a la intuición que a la razón. Como además ha pasado una larga mitad de vida junto al patrón, alejada de otros hombres, no es difícil suponer que ha prosperado en ella un vínculo furtivo cercano al amor. Sin saber de qué se trata, como una suerte de dolor punzante localizado fuera del tiempo y el espacio mensurables, intuye el infarto del viejo.
El paso de las horas confirma lo que presiente y el dolor, sin dejar punzante, se materializa en muestra palpable, visible, audible, olfateable y degustable dimensión.
Así las cosas, llora un copioso vendaval que se extingue cerca del mediodía, dando lugar a un sexto sentido de practicidad campera, femenina, y comienza a barajar opciones para el futuro inmediato, el único posible dadas las circunstancias.
Busca el teléfono y llama a Lucas, a la casa de su hermana Elsa. Atolondrada y lacrimógena refiere lo sucedido, escucha la respuesta y aprieta tres botones hasta dar con el que corta la llamada. En una bolsa grande de la tienda El Mago mete su ropa y el rosario de madera, las alpargatas nuevas, y los zapatos de ir al pueblo. Con el bagallo aprontado cierra ventanas, llaves de luz y gas, tranca la puerta principal y sale por el fondo, esquivando un par de ponedoras que picotean las migas del desayuno. Se sienta en un banco de la galería a otear el camino, esperando la chata del cuñado.
Cuando el ford recorta el horizonte, Delicia mira por última vez el viejo tanque. Cierto séptimo sentido traspasa los muros hasta el cuerpo inerte del coronel. La despedida es como hueca, rebota en el vacío.
1ª Mención Narrativa : Certamen Literario "Pueblos Ranqueles 2009"
Paraná. Entre Ríos (Argentina)
Contacto:
elioyvani@hotmail.com

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