La pampa desmedida, extensa como un mar quieto y dormido, sin árboles, edificaciones o referencias que pudieran jalonar sus distancias inmensas, era todo el paisaje que el viejo coronel Edelmiro Romano podía regalarse desde su puesto de vigía, mientras fumaba un habano en la galería sombreada de la casa.
Tenía 76 años bien llevados, todavía era ágil y conocía los trabajos del campo en los detalles necesarios.
El buen pasar de su vejez estaba asegurado por la pensión vitalicia, que el gobierno le otorgara a su “meritoria campaña” en la Conquista del Desierto, y unos logros en bien de la “Pacificación” con algunas tribus; sellada por títulos a perpetuidad con esa estancia que compartía con sus hijas, yernos, media docena de peones leales y un indio huiliche, desertor de Calfucurá, casi tan viejo como él, que le servía de asistente
Solía recibir en ella a sus amigos de la sociedad porteña, agasajándolos con esplendor y confortable hospitalidad. Presumía de su gusto mundano mostrando un salón confitería importado de Francia de cielorraso muy alto, con arañas y cuadros de colección, para que sus invitados no fueran a extrañar en su estancia los placeres y refinamientos capitalinos, y disfrutaba del asombro que causaban esos grandes ventiladores ingleses que mantenían el ambiente siempre fresco, aún en las agobiantes tardes de verano.
La estancia, como atalaya y mojón, pintada de rosa fuerte y rebautizada “Doña Agustina” luciendo un mástil siempre embanderado sobre el techo más alto, reinaba en medio de aquella extensión de veranos polvorientos y crudos inviernos, cuyas primaveras se anunciaban por la aparición de las rojas (sólo rojas) flores de los canteros cercanos a la casa, los macachines en flor y las manchas en el suelo de las bandadas de pechitos colorados, que en ese tiempo todavía recorrían la pampa
Ese verde océano inmóvil rodeando la casa, era algo más que la extensión que mostraba a simple vista. Un observador acostumbrado podría notar la diferencia sólo con escuchar los ruidos al comenzar el día. Animales llamando a sus crías, canto enloquecido de pájaros y gallos, balar, mugir, ladrar, gritos, cacareos; el trajín de las primeras labores en la cocina y el galpón, era la bullanga que iniciaba la mañana y, a poco que se prestara atención, se podía sentir el indescifrable ruido, que viene de quién sabe qué lejanías, propio del campo cuando sale el sol.
Antes del mediodía, el coronel, como le decían en la casa, salvo el “tatita” de las hijas y el respetuoso “mi coronel” de los peones; encontraba siempre algún interlocutor dispuesto a prestar oreja a su repetido relato de militar expedicionario; menos el indio viejo, que era un poco sordo y decía no entender bien el castellano. Se referían, por lo general, a la gloria de sus incursiones por las Salinas Grandes, entre los ranqueles, boroganos y pampas, a los que se jactaba de haber tratado como un militar Levantando el dedo índice como predicador, afirmaba que todos eran hijos de Dios puestos a veces en el mal camino. No decía que en pago a esos servicios se le había otorgado, además de la pensión, aquella propiedad y unas dos mil hectáreas de campo flor; antigua herencia de un conocido opositor, muerto de mala muerte en esa misma casa, no bien se conoció el resultado del combate entre los “Revolucionarios del Sur” y los Federales allá por Chascomús, el 7 de noviembre del 39.
de honor. Pasaba el día en solitario, dado en materializar recuerdos de ánima viva en las cosas que le rodeaban. Se veía mozo y al galope por los llanos que su vista seguía hasta el horizonte. Su mangrullo de vigía era aquel algarrobo colorado cercano a la casa de los peones; su sillón de hamaca, el puesto de comando; la galería, el cuartel general de operaciones y el plano de acción de guerra, el arabesco de las baldosas.
Esa noche, cargada con el perfume de los jazmines y un presagio de tormenta, cenaron temprano. El coronel abusó de las anécdotas (ya conocidas) inspiradas en la ignorancia que aquellos salvajes tenían sobre ciertos aspectos de la civilización, y la ignorancia de las indias sobre ciertos aspectos.
Rió, entre comida y bebida abundantes, por la afilada procacidad de su ingenio, mientras volvía a beber esperando los postres, que se hicieron desear. Sin dejar sus bromas, salió a fumar su acostumbrado media corona en el sillón hamaca y puesto de comando; el indio viejo le alcanzó un té de yuyos que él mismo preparaba, con una fórmula traída de las tolderías, mientras le aflojaba los cordones de las polainas de cuero, que el coronel únicamente se quitaba para dormir.
Un suave letargo le hizo continuar hablando solo mientras bebía su té. Sintió una emoción opresora que le subía al pecho. Casi dejó caer la taza, entrecerró los ojos un buen rato y al abrirlos le pareció percibir entre las brumas de esa noche desvelada, un movimiento no común.
Trató de ver algo en la cerrada oscuridad, y escuchó como un ruido sordo que venía desde los árboles y arbustos de la cercanía. Un silbido largo. Un grito ahogado.
Bajó los dos escalones de la galería y sintió el poder de aquella noche sin luna, cruzó el jardín y pasó los árboles próximos a la casa siguiendo unos brillos extraños entre lo oscuro y la nada. En un más allá todavía, que no pudo calcular ni en tiempo ni distancia, se encontró frente a frente con el cacique Yanquetruz que lo miraba feroz; montado en un lobuno pampa, apero completo de plata mil, vestido como de fiesta, saliendo del olvido como si no quisiera estar muerto. Con él, los caciques Painé, Nahuelchico, Coliqueo, mostrando en su apostura, que en su vida bárbara no conocieron el miedo a la pelea.
Los nombró a todos, a todos los reconoció a pesar de la blancura y el brillo que se desprendía de ellos, haciendo casi día de la noche. Detrás venían las tribus, en filas ordenadas y casi silenciosas: los ranqueles, los pampas, los araucanos, algunos cubiertos con finos ponchos, otros, mostrando unas heridas mortales cruzándole el pecho. Montando sus baguales cortos y de cuello robusto, portaban empenachadas lanzas de más de cuatro metros que algunos hicieron girar encima de su cabeza mientras gritaban golpeándose la boca; alcanzó a ver unos pocos rifles, alguna botella de aguardiente, un rosario prendido a un cabezal de cuero trenzado. Vio a gran cantidad de ellos trayendo su cabeza en la mano, mostrándosela cuando pasaban, y un carro cubierto con lona gruesa, que el indio que lo conducía levantó, cargado con más cabezas, que parecían aún sangrar. Era un desfile interminable, venido del arcano de sus penas infinitas, que el viejo coronel no alcanzaba a comprender.
Con el mismo orden, la misma brillante blancura, mezcladas con sus guerreros venían las mujeres y sus chiquillos bien vestidos y hasta con algún modesto adorno. Con ellos los perros, flacos como ánimas. Muchos niños mutilados eran mostrados por sus madres al coronel, otros tenían una raya roja en la garganta, al igual que sus madres. Un sordo rumor de llantos sin palabras era el coro que acompañaba aquella procesión, venida de sus desbastados aduares y con rumbo al olvido.
Se metió entre ellos, los brazos en alto para llamar la atención que nadie le prestó, ni siquiera su indio asistente que lo miraba impávido. Quiso hablar y fue topado por los pechos de los caballos, alguna espuela de plata le hincó el brazo, un estribo le golpeó la cara. Dio vueltas sobre sí mismo, la barahúnda lastimera de aquellos muertos vivos lo ensordecía, asimiló el espanto, gritó un gutural perdón que ignoró la caravana traslúcida; se apretó los oídos, cayó de rodillas.
Lo encontraron los peones al amanecer, a más de cincuenta metros de la casa, los brazos y la cara lastimados por las espinas del cerco de cina-cina que pretendió traspasar,
muerto y frío, las piernas dobladas, una mano en el oído y con los ojos muy abiertos; como conteniendo en ellos, el espanto de la gloria.
Tenía 76 años bien llevados, todavía era ágil y conocía los trabajos del campo en los detalles necesarios.
El buen pasar de su vejez estaba asegurado por la pensión vitalicia, que el gobierno le otorgara a su “meritoria campaña” en la Conquista del Desierto, y unos logros en bien de la “Pacificación” con algunas tribus; sellada por títulos a perpetuidad con esa estancia que compartía con sus hijas, yernos, media docena de peones leales y un indio huiliche, desertor de Calfucurá, casi tan viejo como él, que le servía de asistente
Solía recibir en ella a sus amigos de la sociedad porteña, agasajándolos con esplendor y confortable hospitalidad. Presumía de su gusto mundano mostrando un salón confitería importado de Francia de cielorraso muy alto, con arañas y cuadros de colección, para que sus invitados no fueran a extrañar en su estancia los placeres y refinamientos capitalinos, y disfrutaba del asombro que causaban esos grandes ventiladores ingleses que mantenían el ambiente siempre fresco, aún en las agobiantes tardes de verano.
La estancia, como atalaya y mojón, pintada de rosa fuerte y rebautizada “Doña Agustina” luciendo un mástil siempre embanderado sobre el techo más alto, reinaba en medio de aquella extensión de veranos polvorientos y crudos inviernos, cuyas primaveras se anunciaban por la aparición de las rojas (sólo rojas) flores de los canteros cercanos a la casa, los macachines en flor y las manchas en el suelo de las bandadas de pechitos colorados, que en ese tiempo todavía recorrían la pampa
Ese verde océano inmóvil rodeando la casa, era algo más que la extensión que mostraba a simple vista. Un observador acostumbrado podría notar la diferencia sólo con escuchar los ruidos al comenzar el día. Animales llamando a sus crías, canto enloquecido de pájaros y gallos, balar, mugir, ladrar, gritos, cacareos; el trajín de las primeras labores en la cocina y el galpón, era la bullanga que iniciaba la mañana y, a poco que se prestara atención, se podía sentir el indescifrable ruido, que viene de quién sabe qué lejanías, propio del campo cuando sale el sol.
Antes del mediodía, el coronel, como le decían en la casa, salvo el “tatita” de las hijas y el respetuoso “mi coronel” de los peones; encontraba siempre algún interlocutor dispuesto a prestar oreja a su repetido relato de militar expedicionario; menos el indio viejo, que era un poco sordo y decía no entender bien el castellano. Se referían, por lo general, a la gloria de sus incursiones por las Salinas Grandes, entre los ranqueles, boroganos y pampas, a los que se jactaba de haber tratado como un militar Levantando el dedo índice como predicador, afirmaba que todos eran hijos de Dios puestos a veces en el mal camino. No decía que en pago a esos servicios se le había otorgado, además de la pensión, aquella propiedad y unas dos mil hectáreas de campo flor; antigua herencia de un conocido opositor, muerto de mala muerte en esa misma casa, no bien se conoció el resultado del combate entre los “Revolucionarios del Sur” y los Federales allá por Chascomús, el 7 de noviembre del 39.
de honor. Pasaba el día en solitario, dado en materializar recuerdos de ánima viva en las cosas que le rodeaban. Se veía mozo y al galope por los llanos que su vista seguía hasta el horizonte. Su mangrullo de vigía era aquel algarrobo colorado cercano a la casa de los peones; su sillón de hamaca, el puesto de comando; la galería, el cuartel general de operaciones y el plano de acción de guerra, el arabesco de las baldosas.
Esa noche, cargada con el perfume de los jazmines y un presagio de tormenta, cenaron temprano. El coronel abusó de las anécdotas (ya conocidas) inspiradas en la ignorancia que aquellos salvajes tenían sobre ciertos aspectos de la civilización, y la ignorancia de las indias sobre ciertos aspectos.
Rió, entre comida y bebida abundantes, por la afilada procacidad de su ingenio, mientras volvía a beber esperando los postres, que se hicieron desear. Sin dejar sus bromas, salió a fumar su acostumbrado media corona en el sillón hamaca y puesto de comando; el indio viejo le alcanzó un té de yuyos que él mismo preparaba, con una fórmula traída de las tolderías, mientras le aflojaba los cordones de las polainas de cuero, que el coronel únicamente se quitaba para dormir.
Un suave letargo le hizo continuar hablando solo mientras bebía su té. Sintió una emoción opresora que le subía al pecho. Casi dejó caer la taza, entrecerró los ojos un buen rato y al abrirlos le pareció percibir entre las brumas de esa noche desvelada, un movimiento no común.
Trató de ver algo en la cerrada oscuridad, y escuchó como un ruido sordo que venía desde los árboles y arbustos de la cercanía. Un silbido largo. Un grito ahogado.
Bajó los dos escalones de la galería y sintió el poder de aquella noche sin luna, cruzó el jardín y pasó los árboles próximos a la casa siguiendo unos brillos extraños entre lo oscuro y la nada. En un más allá todavía, que no pudo calcular ni en tiempo ni distancia, se encontró frente a frente con el cacique Yanquetruz que lo miraba feroz; montado en un lobuno pampa, apero completo de plata mil, vestido como de fiesta, saliendo del olvido como si no quisiera estar muerto. Con él, los caciques Painé, Nahuelchico, Coliqueo, mostrando en su apostura, que en su vida bárbara no conocieron el miedo a la pelea.
Los nombró a todos, a todos los reconoció a pesar de la blancura y el brillo que se desprendía de ellos, haciendo casi día de la noche. Detrás venían las tribus, en filas ordenadas y casi silenciosas: los ranqueles, los pampas, los araucanos, algunos cubiertos con finos ponchos, otros, mostrando unas heridas mortales cruzándole el pecho. Montando sus baguales cortos y de cuello robusto, portaban empenachadas lanzas de más de cuatro metros que algunos hicieron girar encima de su cabeza mientras gritaban golpeándose la boca; alcanzó a ver unos pocos rifles, alguna botella de aguardiente, un rosario prendido a un cabezal de cuero trenzado. Vio a gran cantidad de ellos trayendo su cabeza en la mano, mostrándosela cuando pasaban, y un carro cubierto con lona gruesa, que el indio que lo conducía levantó, cargado con más cabezas, que parecían aún sangrar. Era un desfile interminable, venido del arcano de sus penas infinitas, que el viejo coronel no alcanzaba a comprender.
Con el mismo orden, la misma brillante blancura, mezcladas con sus guerreros venían las mujeres y sus chiquillos bien vestidos y hasta con algún modesto adorno. Con ellos los perros, flacos como ánimas. Muchos niños mutilados eran mostrados por sus madres al coronel, otros tenían una raya roja en la garganta, al igual que sus madres. Un sordo rumor de llantos sin palabras era el coro que acompañaba aquella procesión, venida de sus desbastados aduares y con rumbo al olvido.
Se metió entre ellos, los brazos en alto para llamar la atención que nadie le prestó, ni siquiera su indio asistente que lo miraba impávido. Quiso hablar y fue topado por los pechos de los caballos, alguna espuela de plata le hincó el brazo, un estribo le golpeó la cara. Dio vueltas sobre sí mismo, la barahúnda lastimera de aquellos muertos vivos lo ensordecía, asimiló el espanto, gritó un gutural perdón que ignoró la caravana traslúcida; se apretó los oídos, cayó de rodillas.
Lo encontraron los peones al amanecer, a más de cincuenta metros de la casa, los brazos y la cara lastimados por las espinas del cerco de cina-cina que pretendió traspasar,
muerto y frío, las piernas dobladas, una mano en el oído y con los ojos muy abiertos; como conteniendo en ellos, el espanto de la gloria.
1º Premio narrativa certamen literario: “Pueblos Ranqueles 2009”
Merlo (Buenos Aires) . Argentina
Contacto: litterarius@yahoo.com.ar
1 comentario:
Felicitaciones por el premio, Néstor.
Es un buen cuento
Analía
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