viernes, 19 de junio de 2009

María Helena Sofía

Veleros Blancos, submarinos negros

Recuerdo que era el año 1945. Invierno de 1945. Yo tenía unos diez años entonces, pero puedo evocar con nitidez ese atardecer en el atracadero de los pesqueros, en los muelles desiertos de la ciudad de Mar del Plata.
Yo esperaba el arribo del velero blanco del tío Abraham, que permanecía en alta mar desde hacía tres días. Esta vez el tío no me había dejado formar parte de la tripulación del “América” porque se aventurarían mar adentro, bordeando la plataforma continental, buscando posibles bancos con valiosas piezas, gesto arrojado para la época de tormentas, pero que si resultaba, lo regresaría a casa atestado de buena pesca y satisfacciones que durarían hasta la próxima salida, en tiempos más favorables.
Mientras caminaba por el espigón, aburrido, tirando piedritas al agua mansa que subía hasta las marcas, lenta y puntual como un reloj, iba pensando en que esas habían sido las vacaciones más fascinantes y cortas que había tenido. Yo, Carlos, Carlitos Massi, que no hacía más que ensillar el overo todavía arisco antes del amanecer para ir a buscar las vacas para el tambo en una chacra por la que no pasaba un hilo de agua ni cerca, que había soñado con ver alguna vez el mar, un barco, un avión, un automóvil; todo lo había visto aquí, con los tíos Abraham y María, hermana de mi madre, la que consiguiera el permiso de mi padre para mi primera salida. Primera e inolvidable.
A unos diez pasos, un viejo pescador remojaba sus botas altas en el agua mientras intentaba desenredar el sedal. Me saludó con su tos de fumador; nos considerábamos viejos amigos aunque jamás conversábamos. Él tenía los ojos claros de tanto ver la superficie brillante y el rostro y los brazos hasta los codos curtidos por la intemperie. Con seguridad conocía todos los secretos del mar y el arte de la pesca, conocimientos que no le alcanzaron ese día a juzgar los pobres resultados que se veían en el fondo del balde.
Alto y derecho como una caña esperó a que se escurriera el agua de sus botas por entre el maderamen, entrecerró los ojos y miró el sol que se enterraba en la pampa; se ajustó la gorra de lana, se abrochó los grandes botones de la campera de cuero, se levantó los pantalones de paño azul y por unos segundos se fijó en mí, alisándose con los dedos su barba escasa y gris. Torció hacia delante el cuerpo espigado para recoger sus instrumentos y me dirigió la primer frase completa que le escuché en los veinte días de vernos a diario, a la misma hora y en el mismo lugar.
- ¿Has visto el submarino?
- ¿Qué cosa? No sé que es eso, señor.
- Es un barco que viaja por debajo del agua. En un rato volverá a aparecer, por allí - señaló con la cabeza hacia el este -. Es negro, como una orca gigante.
- ¿Y adentro viene gente? ¿Quiénes son?
El viejo, alejándose a grandes zancadas, me gritó por entre el humo de su cigarro:
- Nazis. Mala cosa.
Bueno, pensé, serán gente como los italianos, que escapan de la guerra; o como los españoles, nuestros vecinos de la colonia. Deben ser gente como nosotros, pero, ¿por qué vendrán escondidos adentro de eso?.
El sol precipitaba su soberbia fuga enrojecida y unos amenazantes nubarrones asomaban en el sur. Yo esperaba el “América”, escudriñaba el horizonte que se oscurecía, intranquilo, esperando ver agitarse como sábanas blancas las velas del hermoso pesquero del tío.
Tía María también esperaba con ansiedad, aunque disimulaba su preocupación en los quehaceres de la casa que yo había aumentado con mi revoltosa presencia. Eran dos viejos que vivían en una pequeña cabaña que se alzaba en medio de un jardín lleno de flores y hortalizas cultivadas por ellos mismos, como si hubiese brotado allí y no levantada por los albañiles.
Había que caminar solo tres cuadras para dar con la playa; el tío nunca se alejaría demasiado del mar generoso que les proveía el alimento, y la tía se había acostumbrado a esperarlo, a retarlo por las tardanzas, a frotarle sus achaques con ese ungüento oloroso, a cuidarle sus plantas y prepararle las cosas para el próximo viaje. Y a esperarlo de nuevo contando los días y las horas. No habían tenido hijos, razón quizá que decidió a mi padre permitirme ir con ellos por un tiempo. Nosotros éramos tres hermanos varones y bien podrían reemplazarme en la chacra, en las tareas que estaban a mi cargo.
¿Y si el viejo pescador había mentido? ¿Cómo podría un barco andar bajo el agua? Bueno, yo también decía que esos armatostes cual mosquitos gigantes difícilmente volaran y sin embargo pude ver cómo lo hacían.
¿Qué había querido decir con “mala cosa”? ¿De verdad sería mala esa gente, tal vez un ejército que venía a traer la guerra? ¿No se habría topado el “América” con esa gran ballena negra, haciéndolo naufragar? No, claro que no. El “América” era el mejor barco del mundo con la más valiente tripulación. El grandote Sánchez, el diminuto Pascual, el negro silencioso, el primer negro que vi en mi vida, el griego, que cantaba fuerte pero nadie le entendía.
No, nada grave le había sucedido al pesquero, aunque ninguna barcaza se atreviera a soltar amarras en la última semana por las terribles tempestades que sucedían en esos días mar adentro. Las puedo ver: alineadas, descoloridas, meciéndose sin pausa y chocándose entre sí, parecían esos barquitos de papel que yo hacía hundir cuando pequeño en la palangana de losa de mamá.
Sí, estaba llena de pescadores valientes la costa en aquellos tiempos, porque había que tener coraje para lanzarse al mar, en esos botes como cáscara de nuez, donde lo único seguro era el músculo del marino y su pericia para sobrevivir y volver a casa con buena pesca.
La arena empezaba a molestarme en las alpargatas a pesar de las medias gruesas que tía María me hacía poner, señal de que me estaba alejando de los muelles rumbo a la casa, distraído por el paisaje y las sensaciones que experimentaba, emociones maravillosas que hoy sólo puedo vivir en el recuerdo.
El cuadro extraño, casi paradisíaco, del crepúsculo en el mar, borraba todos los ruidos de la convivencia y uno inventaba por un momento un mundo propio en el que se hallaba solo y en paz.
Un mundo que para ser perfecto, pensaba después, carecía de la presencia de papá, mamá, los hermanos, el tío, el barco, en fin el mismo mundo de antes.
Bueno, hoy no vendrá, me dije. Y entonces lo vi: no era el “América”, no era blanco sino totalmente negro y enorme, como un monstruo emergiendo frente a la costa, dispuesto a engullirse el puerto y la ciudad entera, chorreando agua y espuma por todas partes, removiendo las olas poderosas que venían a morir a mis pies. Era el submarino del que hablaba el viejo pescador. Más hacia el norte, y ya en el filo del horizonte oscurecido, una silueta negra igual a la primera se recortaba nítida, tan negra aparecía. ¡Eran dos submarinos! ¡Y quién sabe cuántos más! ¡Debía ser una invasión!.
Apenas pude contener mis deseos urgentes de correr a casa, cuando con rumor sordo volvieron a sumergirse rápidamente, cual fabulosos mamíferos marinos. A los pocos minutos la calma era total, y yo pensaba que a lo mejor había sido un sueño, o una alucinación. ¡Tantas cosas nuevas había visto, que estaba por volverme loco!.
Pero pronto divisé hacia el sur algo que me hizo olvidar la extraña aparición: la silueta como nunca blanca del “América” se agrandaba velozmente, con las velas infladas hasta más no poder por el viento favorable que lo traía de regreso. Saltando y gritando llegué a avisar la buena nueva a la tía y corriendo con todas mis fuerzas volví al muelle, exhausto y feliz para esperar el arribo, maniobra complicada en la noche, pero harto posible para el tío Abraham, que era el mejor marino del mundo.
¡Ah, capitán valiente, ni las olas más empinadas lograron cortarte el sueño jamás!. Ni al aprendiz del Mediterráneo ni al grumete del Atlántico Norte, ni al sabio maestre de los canales del Sur, pescador de horizontes nuevos, amansador de tempestades. ¡Dios salve al “América” y sus animosos tripulantes!.
La salida había sido afortunada: en la cubierta se hallaban las pruebas de la acertada decisión de arriesgarse por un poco mar adentro para lograr resultados satisfactorios. El trajinar de los marineros era admirable. Un grupo de hombres que esperaban en el muelle subió a bordo para ayudar en las tareas. Yo no sabía qué hacer, tal era mi alegría de poder ver de cerca todo aquello. El negro apareció de repente frente a mí deslizándose por una cuerda desde lo alto, y mostrándome una hilera envidiable de dientes blancos, me dijo:
- ¡Ey, niño! ¿Quieres ver a tu tío? - me hizo señas para que lo siguiera.
Bajamos por las escaleras hacia el pequeño camarote del capitán y pronto me encontré dando vueltas por el aire entre las poderosas manos del tío, que reía y hablaba muy animado acerca de la última aventura.
Recién cuando me dejó caí en cuenta de que había otro hombre con él. El negro ya había vuelto a su trabajo y a ese señor nunca lo había visto. Se parecía al tío - aunque mucho más joven - en la estatura regular, el cuerpo delgado y la tez blanca. Encendió mi curiosidad la chaqueta vistosa que llevaba puesta, con muchos botones brillantes. Recuerdo que me sorprendió aún más que se la quitara, al igual que sus botas negras impecables, y que los reemplazara por un sobretodo marrón y alpargatas de campo. Con mi tío intercambió su gorra bonita y distinguida por un sombrero viejo y una bufanda de lana.
- Él es un navegante que encontramos en el camino, este es mi sobrino Carlos...
Nos dimos la mano. El hombre era muy simpático, tenía el pelo escaso y rubio y los ojos verdes. Se parecía mucho más al tío vestido así.
El hombre se dirigió a un rincón, tomó un estuche negro entre sus brazos - No pesa demasiado, pensé -, y se lo entregó. Se abrazaron ligeramente. Luego el desconocido se retiró hacia la estrecha puerta del camarote. Cuando la abrió entraron los gritos y silbidos de los hombres que iban y venían por la cubierta y hacia tierra transportando la abundante carga. Se volvió un instante para mirarnos y nos saludó tocándose la frente con dos dedos. Enseguida subió ágilmente la escalera, cruzó entre los hombres cuidando no ensuciarse los pies y en pocos pasos atravesó el puente tomándose de las barandillas, y saltó a tierra firme.
Aún cuando su figura se perdía en las sombras del puerto nosotros seguimos mirándolo, tratando de adivinar algo más acerca de él. Tal vez la curiosidad era solo mía: ¿Quién era, de dónde venía, por qué llevaba sólo lo puesto, que ni siquiera le pertenecía? ¿Y qué había en el estuche negro?. Tío Abraham me sorprendió con su voz cavernosa:
- Carlos, andá a casa y decíle a la tía que voy a tardar, acá hay mucho que hacer. Y acostate temprano, que mañana te espera un trabajo a bordo del “América”.
- ¿Y ése, quién era?
- Nazis. Mala cosa.
Olvidé contarle que había visto los submarinos, tan excitado estaba por la inminente incorporación a bordo del pesquero.
Cuando se lo comenté, algunos años más tarde, todos sabían acerca de los dos submarinos alemanes que habían aparecido en Mar del Plata. Él insistió en que nada vieron ese día ni los tres de navegación y trabajo constante, a pesar de que lo interrogué acerca de aquel hombre misterioso que había traído y que se había puesto sus ropas para pasar desapercibido en el puerto y desaparecer en la noche.
Hoy, más de medio siglo después, me doy cuenta de que el tiempo nos depara sino todas, al menos muchas de las respuestas que perseguimos.
El estuche negro, junto con el viejo velero y otras propiedades de mis padres, forman parte de la herencia que repartimos entre mis hermanos y yo. Un día decidimos abrir el estuche para ver y valorar su contenido. Y ante nuestros ojos atónitos fue desenvolviéndose un Rembrandt, original, como luego pudimos comprobar. La pintura, valuada en unos cuantos millones de dólares formaba parte del catálogo de obras de arte desaparecidas durante los nefastos días del imperialismo nazi en Europa.
Claro, el tío Abraham no entendía el alemán ni por señas, y aunque lo hubiese entendido, no era su costumbre vender un presente recibido con tanto agradecimiento, a pesar de que ello le hubiese significado aliviar las penurias económicas que poblaron los últimos años de su vida. Paradójicamente el tío había evitado que el oficial nazi se ahogara - situación de la que hubiese rescatado hasta a un animal -, aunque a la distancia bien distó su actitud de las que los seguidores de Hitler demostraron con los judíos.
El tiempo, supongo, debe encargarse del castigo y del perdón, cuando no lo hacen los hombres.
Narradora y dramaturga argentin


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