viernes, 19 de junio de 2009

 Diego López

La Nada

El vacío errante de una sombra vagabunda, imperceptible y olvidada. Casi inerte.
Invisible ante las miradas enceguecidas, de aquellos que no desean ver. Silenciosa, tocando acordes del mutismo. Solitaria, porque la soledad le fue impuesta. Intangible, como la penumbra que acecha y arremete. Así la describían y juzgaron, por su apariencia, sin conocerla. Para todos, la nada. Para nadie, Noara.
Una muchacha de ojos negros, con el alma lacerada por la pena. Sus manos suaves como la brisa que acaricia. De cabello rojo amanecer y de piel tan blanca, rozando lo traslucido. De vestidos oscuros y pies desnudos. De atavíos tristes y pasos cansados.
Deambulando senderos, que la distanciaban de la aldea en que vivía, a orillas del mar.
La playa la vio nacer y fue depositaria de sus lágrimas, cuando la muerte le arrebató a sus padres y su niñez. Legándole el primer encuentro con la tristeza, otorgándole su única compañía; la soledad. El tiempo le enseñó a ocultar su dolor, pues las heridas aún surcaban profundas. Era el mar quien bebía su llanto cunado la nostalgia navegaba a la deriva. Era el ocaso quien le ofrendaba calma, en que la muerte del día, se llevaba por un instante la nada.
Y cuando el alba despertaba, la encontraba ya vestida en el cobijo de su humilde morada. Enredada entre pinceles y acuarelas, con los que pintaba anhelos dormidos, sobre pañuelos de seda. Solo los efímeros turistas, en cualquier época del año, eran quienes comparaban su arte. Pues era esto su único sustento.

Fue una tarde de algún día. En que una lluvia intensa anunciaba un temporal, y el mar se tornaba bravío. No tanto como su alma, en el que el sollozo del firmamento, se aunaba con el de los recuerdos. Necesitaba distraerse para que la ausencia no se hiciera presente. Fue hojeando las hojas de alguna revista y en cierto instante, se detuvo el tiempo.
Ahí, sobre un papel arrugado, casi añejo, despertaba a sus ojos la imagen de unos niños. Con miradas vacías, perdidas en el aire de la nada. Reconociendo la soledad que ella misma respiraba. La revista encuadraba un artículo sobre un centro oncológico y de cómo unos niños, padeciendo leucemia, se aferraban a la vida. Hablaba de medicinas nuevas, someterse a radiación y quimioterapias, de esperanzas de vida. Mientras que la imagen de unos pequeños susurraban temores y necesidad de esperanza. Una lágrima besó su alma, y despertó a Noara. Mientras leía nuevamente el artículo, se deshizo de su soledad. Y comenzó a vestirse con la de esos niños que aún no conocía.
Tomó nota de una dirección que figuraba al pie de la foto. Encendió una vela por cada uno de ellos. Y comenzó a escribir una carta en el sosiego de la noche. Un papel blanco y una letra temblorosa, la oyeron presentarse, temerosa al hablar de ella.
Escribió de miedos y soledades, se remitió a ellos. Se despidió ansiando conocerlos y anhelando la tristeza, fuera desvaneciendo. La firmó como esperanza, pues no era necesario su nombre. Y cuando la lluvia aún se confundía con sus lágrimas, fue enviada.
Al cabo de unos días y sorprendiéndola de lleno, tocó a su puerta la respuesta. En un sobre verde estaba escrito su nombre, y al dorso un remitente que guardaba en su memoria. Dentro yacían quince sobres, de aquellos que habían leído su carta. Y en agradecimiento, le escribieron abriendo su alma y cerrando sus penas. Las leyó una y otra vez, hasta que supo todo de ellos. Sus miedos, la desolación de contemplar la caída del cabello, los vómitos y las náuseas, el sabor que encierra cada medicina. La posibilidad que lega un transplante de médula. El aprender el significado del termino cáncer. Descubrir los glóbulos blancos y leucocitos. Crecer de golpe, aceptando el destino, conviviendo con la enfermedad. Conservando la fe que u día cercano, los encontrara sanos. Conoció sus sueños y los escribió con acuarelas, sobre pañuelos de seda. Para protegerlos del olvido, y cuando fuera el momento, echarlos a volar.
Desde entonces, por los días pintó anhelos dormidos. Y por las noches encendió quince velas, entregando el alma en palabras. Les narró historias de sirenas y delfines; contó cuentos de hadas, compartió sus sueños. Escribió todos los días, y jamás se quedó sin respuestas. Los consoló cuando el cansancio abatía; los contempló pálidos y si cabellos, los abrazó en la distancia. Sonrientes. Les ofreció amor y compañía en su camino incierto. Les otorgó un poco de ella, un trozo de esperanza.

Así se sucedieron los años, y la vida la encontró ya anciana, con el cuerpo doblado de tanto cargar penas. Con sus pasos ya lentos, y sus manos otrora suaves, eran ya ahora temblorosas. El tiempo le hurtó el rojo amanecer de sus cabellos y a cambio se los pintó de blanco. El mismo tiempo ensombreció su vida, legándole la penumbra en su mirada. De las quince velas niñas, algunas extinguieron su flama, y aún con su sufrimiento, se encendieron nuevas. Su corazón se fue doblegando por el dolor de la perdida. Y respiró halos de alegría por los que aún transitaba.
Con el alma ya marchita y cansado de marchar, pudo ver en su penumbra el beso de la muerte. Cerró la puerta a la vida. Y sus pasos cargaron con ella su último andar.
El ocaso la encontró sobre la playa, vestida de blanco por primera vez. La noche la cubrió con su manto de estrellas, y la abrazó ya serena, ya dormida. Las olas se aquietaron y el mar se tornó calmo. De sus entrañas surgió silenciosa la paz eterna. Un cortejo de medusas, danzaron a su paso, mientras la bruma le marcaba el camino. La mirada apagada de un alma herida, la esperaba desde antaño. La tomó en sus brazos, hundió sus manos en el suelo, y la playa se hizo prado. Acarició su rostro oculto tras las arrugas. Engarzó en oro y plata una lágrima para que no fuera olvidada. La luna reflejó el brillo de luz que moraba en su alma. Aire, tierra, agua y fuego, le otorgaron el cristal donde depositar su flama. Para que los delfines la sepultaran al final de las aguas, en que su luz jamás se extinguiría. La brisa elevó sueños pintados sobre pañuelos de seda, pues era este el momento, en que iniciaran su vuelo. Silbó triste el canto de la despedida, y se refugió en los caracoles para esconder su lamento. El mar se erigió hasta los cielos y avanzó en la noche, arrojándose suave sobre la arena, para llevarse al olvido mismo la nada.
Cuando el remanso de las aguas reflejó el alba, un colibrí emergió de sus entrañas, con una lágrima engarzada en oro y plata pendiendo de sus alas. Para todos la nada, para algunos, esperanza. Para nadie, Noara, la que ha recibido consuelo.

Huinca Renancó (Córdoba) Argentina
Contacto:
lopezdiegoa@hotmail.com

1ª Premio Narrativa certamen literario: “Pueblos Ranqueles 2008”

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