El familiar de Ambrosio Olmos
Dionisio Arias había sido peón de Ambrosio Olmos en la estancia “La Amanecida” al norte de la laguna de Suco hasta 1920. Olmos, uno de los hombres más ricos de la Argentina de entonces, no dejaba nunca de visitarla cuatro veces al año, pese a que tenía un buen mayordomo en el lugar, y otras muchas tierras que recorrer. Era el dueño de casi la mitad de la provincia de Córdoba y en sus campos las cabezas de ganado superaban el millón. De pulpero y acopiador de frutos del país había pasado a ser terrateniente, ganadero y gobernador en un abrir y cerrar de ojos.
“La Amanecida” era propiedad de los Adaro de San Luis y Olmos que se las había comprado a precio vil por unas deudas de juego, se les quedó con todo lo de adentro. Así fue como la familia Arias siguió en el puesto “El Talita” camino a Achiras, y Dionisio con sus mozos veinte años, un buen día, vio al nuevo dueño bajar de un coche negro brillante tirado por dos briosos caballos del mismo color. Desde esa mañana quedó hipnotizado con la presencia del patrón y comenzó a seguirlo de aquí para allá. Que trayéndole una vaso de agua; que alcanzándole el sombrero; que la silla para sentarse bajo la parra; que el mate de leche con chipaca preparado por la mama. Todo para caerle en gracia a ese hombre más que serio, de cejas pobladas, ojos pequeños y achinados en un rostro que parecía de piedra. Y le cayó en gracia nomás. Tanto que al cabo de unos años “Diosito” como empezó a llamarlo Olmos se convirtió en el peón de confianza y el vigía de todo movimiento por esos fundos. “Diosito” era también el que permitía el milagro de la multiplicación geométrica de su riqueza, aunque él, claro estaba que no lo sabía y sólo actuaba por fidelidad compulsiva.
De viejo ya, a Dionisio le gustaba contar historias al calor de los fogones o en rueda de naipes, sobre todo si la noche era oscura o amenazaba tormenta, porque así disfrutaba del temor que sus palabras le imponían a la audiencia. Una de aquéllas versaba sobre la presencia en “La Amanecida” de una criatura extraña y terrorífica que el viejo había traído de uno de sus viajes y que mantenía prisionera en un galpón especialmente construído atrás de la casa principal. No era un galpón de campo cualquiera. Era una especie de panteón desprovisto de aberturas y rodeado de higueras.
- A la noche el galpón brillaba todito aunque no hubiese luna –contaba Dionisio, espiando a través de los ojos entrecerrados las caras de quienes lo escuchaban- El galpón donde vivía el “bicho” era como de cinco metros de alto sin ventanas, ni puertas y con un agujero en el techo por donde se le hacía dentrar la comida que tenía que estar vivita y coleando. Nunca tomaba agua, solamente leche, y si era al pie de la vaca mejor…dispué se comía la vaca- Y ahí soltaba una risita ahogada, a sabiendas del horror que causaba entre los oyentes. Lo pior –continuaba haciendo una pausa- era meter la vaca o la cabra por arriba del techo. Una vuelta, le hice un aparejo con madera de tala y quebracho blanco y unas sogas trenzadas de cuero de matungo con las que levantábamos los animales y los bajábamos derechito en el hueco. El patrón me felicitó por esta idea y me regaló un patacón de oro que se me perdió en una domada.
-Usted Diosito -sabía decirme- meta menos vacas y más cabras que “duelen” y pesan menos. No cuente nada de esto a naides, porque sino el diablo se lo va llevar de las patas, derechito a la Salamanca que hay en la “cueva de los uturuncos”. Y nunca lo conté mientras vivió el patrón- Pero dispué que murió, y el bicho desapareció, al tiempito nomás, como por arte de magia, lo empecé a decir porque caí en la cuenta de lo que era.
Cada tres meses, más o menos, venía don Ambrosio con algún peón de otra de sus estancias para que arreglara el techo del galpón. Tenía que subir de noche a la luz de la luna a reparar las tejas y asegurar la tapa del agujero.
Toda la noche el “bicho” se la pasaba llorando como un recién nacido hasta que de pronto callaba y yo me daba cuenta que comenzaba a clarear.
Me iba rápido a prepararle el coche al patrón porque sabía que se tomaba unos mates y partía al trotecito conduciendo la volanta – solo- del peón ni rastro.
-Dígame don Ambrosio -le pregunté una vuelta- ¿Qué ha sido de los mocitos que trajo pa reparar el techo?
- Menos pregunta Dios y perdona – me contestó- pero como Ud .me ha cumplido la palabra, y me hace milagros con “el familiar” que así se llama el que vive en el “recinto”, por eso le digo “Diosito” y no Dionisio, le voy a contar el secreto. Y me lo contó.
Olmos le contó a Dionisio que en una de sus travesías por Traslasierra se encontró con un viejo curandero que le prometió hacerlo el hombre más rico de la Argentina si le entregaba a cambio un alma cada tres meses. Como no tenía nada que perder, y hacerse rico de la noche a la mañana era lo que más ambicionaba en la vida, Olmos hizo el acuerdo y al cabo de un tiempo el brujo le entregó una caja con huesos y un huevo que él debía dejar en medio de un recinto hecho con piedras sacadas de iglesias y cementerios, sin puertas ni ventanas con un agujero en el techo para que al despertar y tomar cuerpo, “eso” no se escapara. Dentro de la habitación tenía que construir un laberinto para que se entretuviese persiguiendo a las presas vivas que se le bajaban una vez al día, mejor de noche, para que se alimentara. Una vez terminado el recinto y depositada la caja con el contenido, la noche de la transformación, tenía que bajar un tarro con sangre y otro con leche. El viejo cumplió al pie de la letra. Y el lugar estuvo listo para la víspera de Difuntos como se le había señalado.
-Vide que salía luz colorada por todas partes. El galpón quedó como una brasa. Dispué se fue apagando con el correr de la noche. Un rato antes del alba escuché llorar a un chico. Me jui volando a mirar por el agujero, pero no había un niño adentro. Un perro negro con la pelambre erizada y los colmillos sangrientos me echó una mirada como un “refucilo” desde el fondo de la pieza. Nunca más me quedaron ganas de ver pa dentro - contaba Dionisio mientras los demás escuchaban, algunos temblando, otros incrédulos-. Parece que de adentro del huevo salía la cosa que formaba carne alrededor de los huesos y se tomaba la leche y después la sangre, para juntar fuerza. Eso sí, el bicho comía vacas y cabras, pero cada tres meses se mandaba un “cristiano” al buche -contaba Dionisio mientras los demás escuchaban, sorprendidos por la revelación-. Y efectivamente mientras mantuvo al “familiar” en esas condiciones Ambrosio Olmos acumuló riquezas sin límite, honores, cargos, un rango social y un prestigio mundano que nunca hubiera imaginado – y “Diosito” tampoco- . Casado con una de las damas de la alta sociedad, Adelia María Harilaos Senillosa, falleció misteriosamente después de comer su fruta preferida, unos cakis que se supone estaban envenenados, a los tres años de matrimonio y sin dejar descendencia. Ella administró como pudo la cuantiosa fortuna, y sin sucesores forzosos, dejó como heredera de todos sus bienes a la Iglesia Católica de la que era Marquesa Pontificia.
En “La Amanecida” ya no hubo visitas para el “familiar”, quien al no tener las cuotas de almas requeridas, desapareció una noche de Viernes Santo con una explosión que redujo a un montón de piedras calcinadas la lujosa prisión que Olmos le había construído.
-La viuda nunca vino por estos lados, ni siquiera la conocí. Y a los curas no le interesaron estas tierras que fueron vendiendo en parcelas hasta que desapareció la estancia. Nada quedó del casco tampoco. Y el rancho de “El Talita” se transformó en tapera. Yo me fui de peón pal lado de Chaján y ahí me aquerencié hasta que el reuma me mandó derechito al Asilo ya que no me había quedado familia. Nunca me casé por dedicarle vida al viejo y al “bicho” que no quiero nombrarlo, pero que pa mí era nomás el mismísimo maligno que se transforma en lo que quiere y le roba el alma a la gente.
De fogón en fogón; de un hogar a otro la historia de Dionisio se fue transmitiendo como un secreto a voces; como un rumor al que se agregan chismes, versiones y otros condimentos. También se descubrió, no hace mucho tiempo que el féretro donde descansaba Olmos junto al de su esposa, no tenía ocupante, estaba lleno de piedras.
Nota: La antigua leyenda de “El Familiar” nacida en los trapiches e ingenios del Norte argentino se extendió a todas las regiones del país donde hubiere sujetos con fortunas cuantiosas - amasadas rápidamente- que les permitieron ascenso social y acceso al poder político y económico. La leyenda dice que si la existencia del “ente” es ignorada o desatendida, a la muerte del beneficiario, la fortuna se diluye y éste junto a su descendencia, si la tiene, caen en el olvido.
“La Amanecida” era propiedad de los Adaro de San Luis y Olmos que se las había comprado a precio vil por unas deudas de juego, se les quedó con todo lo de adentro. Así fue como la familia Arias siguió en el puesto “El Talita” camino a Achiras, y Dionisio con sus mozos veinte años, un buen día, vio al nuevo dueño bajar de un coche negro brillante tirado por dos briosos caballos del mismo color. Desde esa mañana quedó hipnotizado con la presencia del patrón y comenzó a seguirlo de aquí para allá. Que trayéndole una vaso de agua; que alcanzándole el sombrero; que la silla para sentarse bajo la parra; que el mate de leche con chipaca preparado por la mama. Todo para caerle en gracia a ese hombre más que serio, de cejas pobladas, ojos pequeños y achinados en un rostro que parecía de piedra. Y le cayó en gracia nomás. Tanto que al cabo de unos años “Diosito” como empezó a llamarlo Olmos se convirtió en el peón de confianza y el vigía de todo movimiento por esos fundos. “Diosito” era también el que permitía el milagro de la multiplicación geométrica de su riqueza, aunque él, claro estaba que no lo sabía y sólo actuaba por fidelidad compulsiva.
De viejo ya, a Dionisio le gustaba contar historias al calor de los fogones o en rueda de naipes, sobre todo si la noche era oscura o amenazaba tormenta, porque así disfrutaba del temor que sus palabras le imponían a la audiencia. Una de aquéllas versaba sobre la presencia en “La Amanecida” de una criatura extraña y terrorífica que el viejo había traído de uno de sus viajes y que mantenía prisionera en un galpón especialmente construído atrás de la casa principal. No era un galpón de campo cualquiera. Era una especie de panteón desprovisto de aberturas y rodeado de higueras.
- A la noche el galpón brillaba todito aunque no hubiese luna –contaba Dionisio, espiando a través de los ojos entrecerrados las caras de quienes lo escuchaban- El galpón donde vivía el “bicho” era como de cinco metros de alto sin ventanas, ni puertas y con un agujero en el techo por donde se le hacía dentrar la comida que tenía que estar vivita y coleando. Nunca tomaba agua, solamente leche, y si era al pie de la vaca mejor…dispué se comía la vaca- Y ahí soltaba una risita ahogada, a sabiendas del horror que causaba entre los oyentes. Lo pior –continuaba haciendo una pausa- era meter la vaca o la cabra por arriba del techo. Una vuelta, le hice un aparejo con madera de tala y quebracho blanco y unas sogas trenzadas de cuero de matungo con las que levantábamos los animales y los bajábamos derechito en el hueco. El patrón me felicitó por esta idea y me regaló un patacón de oro que se me perdió en una domada.
-Usted Diosito -sabía decirme- meta menos vacas y más cabras que “duelen” y pesan menos. No cuente nada de esto a naides, porque sino el diablo se lo va llevar de las patas, derechito a la Salamanca que hay en la “cueva de los uturuncos”. Y nunca lo conté mientras vivió el patrón- Pero dispué que murió, y el bicho desapareció, al tiempito nomás, como por arte de magia, lo empecé a decir porque caí en la cuenta de lo que era.
Cada tres meses, más o menos, venía don Ambrosio con algún peón de otra de sus estancias para que arreglara el techo del galpón. Tenía que subir de noche a la luz de la luna a reparar las tejas y asegurar la tapa del agujero.
Toda la noche el “bicho” se la pasaba llorando como un recién nacido hasta que de pronto callaba y yo me daba cuenta que comenzaba a clarear.
Me iba rápido a prepararle el coche al patrón porque sabía que se tomaba unos mates y partía al trotecito conduciendo la volanta – solo- del peón ni rastro.
-Dígame don Ambrosio -le pregunté una vuelta- ¿Qué ha sido de los mocitos que trajo pa reparar el techo?
- Menos pregunta Dios y perdona – me contestó- pero como Ud .me ha cumplido la palabra, y me hace milagros con “el familiar” que así se llama el que vive en el “recinto”, por eso le digo “Diosito” y no Dionisio, le voy a contar el secreto. Y me lo contó.
Olmos le contó a Dionisio que en una de sus travesías por Traslasierra se encontró con un viejo curandero que le prometió hacerlo el hombre más rico de la Argentina si le entregaba a cambio un alma cada tres meses. Como no tenía nada que perder, y hacerse rico de la noche a la mañana era lo que más ambicionaba en la vida, Olmos hizo el acuerdo y al cabo de un tiempo el brujo le entregó una caja con huesos y un huevo que él debía dejar en medio de un recinto hecho con piedras sacadas de iglesias y cementerios, sin puertas ni ventanas con un agujero en el techo para que al despertar y tomar cuerpo, “eso” no se escapara. Dentro de la habitación tenía que construir un laberinto para que se entretuviese persiguiendo a las presas vivas que se le bajaban una vez al día, mejor de noche, para que se alimentara. Una vez terminado el recinto y depositada la caja con el contenido, la noche de la transformación, tenía que bajar un tarro con sangre y otro con leche. El viejo cumplió al pie de la letra. Y el lugar estuvo listo para la víspera de Difuntos como se le había señalado.
-Vide que salía luz colorada por todas partes. El galpón quedó como una brasa. Dispué se fue apagando con el correr de la noche. Un rato antes del alba escuché llorar a un chico. Me jui volando a mirar por el agujero, pero no había un niño adentro. Un perro negro con la pelambre erizada y los colmillos sangrientos me echó una mirada como un “refucilo” desde el fondo de la pieza. Nunca más me quedaron ganas de ver pa dentro - contaba Dionisio mientras los demás escuchaban, algunos temblando, otros incrédulos-. Parece que de adentro del huevo salía la cosa que formaba carne alrededor de los huesos y se tomaba la leche y después la sangre, para juntar fuerza. Eso sí, el bicho comía vacas y cabras, pero cada tres meses se mandaba un “cristiano” al buche -contaba Dionisio mientras los demás escuchaban, sorprendidos por la revelación-. Y efectivamente mientras mantuvo al “familiar” en esas condiciones Ambrosio Olmos acumuló riquezas sin límite, honores, cargos, un rango social y un prestigio mundano que nunca hubiera imaginado – y “Diosito” tampoco- . Casado con una de las damas de la alta sociedad, Adelia María Harilaos Senillosa, falleció misteriosamente después de comer su fruta preferida, unos cakis que se supone estaban envenenados, a los tres años de matrimonio y sin dejar descendencia. Ella administró como pudo la cuantiosa fortuna, y sin sucesores forzosos, dejó como heredera de todos sus bienes a la Iglesia Católica de la que era Marquesa Pontificia.
En “La Amanecida” ya no hubo visitas para el “familiar”, quien al no tener las cuotas de almas requeridas, desapareció una noche de Viernes Santo con una explosión que redujo a un montón de piedras calcinadas la lujosa prisión que Olmos le había construído.
-La viuda nunca vino por estos lados, ni siquiera la conocí. Y a los curas no le interesaron estas tierras que fueron vendiendo en parcelas hasta que desapareció la estancia. Nada quedó del casco tampoco. Y el rancho de “El Talita” se transformó en tapera. Yo me fui de peón pal lado de Chaján y ahí me aquerencié hasta que el reuma me mandó derechito al Asilo ya que no me había quedado familia. Nunca me casé por dedicarle vida al viejo y al “bicho” que no quiero nombrarlo, pero que pa mí era nomás el mismísimo maligno que se transforma en lo que quiere y le roba el alma a la gente.
De fogón en fogón; de un hogar a otro la historia de Dionisio se fue transmitiendo como un secreto a voces; como un rumor al que se agregan chismes, versiones y otros condimentos. También se descubrió, no hace mucho tiempo que el féretro donde descansaba Olmos junto al de su esposa, no tenía ocupante, estaba lleno de piedras.
Nota: La antigua leyenda de “El Familiar” nacida en los trapiches e ingenios del Norte argentino se extendió a todas las regiones del país donde hubiere sujetos con fortunas cuantiosas - amasadas rápidamente- que les permitieron ascenso social y acceso al poder político y económico. La leyenda dice que si la existencia del “ente” es ignorada o desatendida, a la muerte del beneficiario, la fortuna se diluye y éste junto a su descendencia, si la tiene, caen en el olvido.
Coronel Moldes (Córdoba – Argentina)
Contacto: maritaechave@moldescoop.com.ar
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