Siesta
Tejiendo vientos se desnudó la
tarde en ese permiso que no quiere dejar avanzar a la lluvia. El calor
enredaba la pereza de las pisadas, todas monocordes, fastidiadas, cansadas.
Mis tacos trepaban ufanos la victoria de su coquetería, una femenina
hidalguía me impedía dejarme avasallar por la bochornosa miel que pegoteaba
todas las acciones: un calor inhumano apresaba la razón, la diluía —en fin,
¡lo que mata es la humedad!—.
Unos segundos fijaron la vista
en la esquina de siempre, a una cuadra de casa; la enredadera verde
ilusionaba el espejismo de la frescura. La miré, comprendiendo que era la
primera vez que lo hacía —son tantas las cosas que uno mira sin ver—.
Decididamente extraña; no pude asociarla a ninguna de las enredaderas
usuales, semejaba el desborde de un arbusto desprolijo y despeinado, caía
formando matorrales sobre el tapial. Seguí viéndola mientras mis pasos me
hacían atravesar la calle, lentos y orgullosos, continuaban el andar de mis
tacos —lo interesante de los tacos es la precisión que requieren al caminar,
apurarse es un lujo casi metafórico que termina en un porrazo desbaratado en
el piso, y no sé ustedes, pero los papelones no gozan de mi afecto, así que
si se me da por mirar, voy despacio, lo del orgullo lo digo porque a pesar
de los riesgos, los desgraciados son garbosos, hasta la más tosca de las
marchas se les somete y presume; eso sí, reitero: vayan lento—.
Verde, verde verdísima,
lustrosa de lluvia —recuerden, hablaba de la enredadera, les señalo esto
porque me detuve tanto con los tacos que por ahí se perdieron, ok, sigo—.
Imposible, el calor rosarino en verano se revienta; el brillo húmedo sería
el beneficio del agua artificial de una manguera, obsequio de una
propietaria hacendosa, estudiosa perfeccionista ayudada por un dispositivo
de riego — una señora de ésas que siempre están regando las plantas, ya
saben, las que viven sacando yuyitos, puliendo los picaportes, barriendo la
vereda, echando veneno a las hormigas, protestando por los perros, los
chicos o cualquiera que ensucie... y que secreta y gozosamente imaginan
tener la envidia del barrio porque poseen una de esas pistolas con varios
cabezales que ofrecen un montonazo de graduaciones de chorros: chorros
finitos, chorros gordos, chorros de vapor, chorros fuertes, chorros
debiluchos... la maravilla más completa de los comerciales de ventas por
TV: (Parece ser que te comprás uno YA y sos algo así como feliz de por vida
con los chorritos) chorritos que no son obviamente para cualquiera, como
bien saben las señoras, porque el precio más los gastos de envío y las
llamadas de consulta son todo un dolor en monto dólar, que las dejan
comiendo hígado un mes—.
Llegué a la vereda —
¿imaginaron que tropezaría?, ¿no se acuerdan?, ¿quedaron enganchados con los
chorritos? Iba distraída mirando la enredadera, crucé... — y el cordón de la
acera me obligó a distraer mi atención, sorteo el escollo y retomo — retomo
la atención; el escalón ya lo subí, era el escollo y luego— la visión: unas
patas negras y gigantes asoman veloces y desaparecen. Las reconozco,
cientos, miles de veces he jugado de niña a provocar arañas en su madriguera
con un palito.
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Interrumpo, lean con
detenimiento el instructivo y la información anexa —¡ah!, por supuesto, me
olvidaba mis modales—, por favor:
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Arte de
precavidos:
1- De entre varias telas de araña que asoman
su entrada entre los ladrillos—si los ladrillos son bien rojos, o aún mejor,
si están todavía frescos de lluvia, el efecto blanco ceniza del circulito
tejido resulta hipnótico, ¿alguna vez los vieron? En una pared de cemento no
es lo mismo, por supuesto, pensaron muy bien: pasan desapercibidos—, elegir
una —me refiero a una tela de araña, no a una pared; sería ideal elegir
paredes pero por lo general ya están cuando uno las encuentra—.
2- Acercar, en un movimiento
ávido y aguerrido, el extremo de un palito joven robado a un árbol o
encontrado en el suelo —el largo sí importa, sólo los valientes usan uno
corto—, a la susodicha entrada —vamos, ya saben, acercan el
palito a la entrada de la tela de araña, ¿nunca lo hicieron? ¿Qué esperan?
Aunque mejor, terminen de leer, el final es muy bueno—.
3- Aguardar la salida de la
araña y quitar rápidamente el palito.
Advertencia importante: el
tamaño del arácnido, casi imposible de adivinar de antemano, hace arrojar el
palito —ya que no siempre la abertura que muestra el nido se corresponde a
la corpulencia de su habitante y es una vergüenza escoger los cilindritos
que pueden verse en su totalidad, un asco de cobardes, sin embargo
encantador entretenerse mirándolos para tratar de encontrar sabiduría, es
decir: no se vale si te das cuenta de antemano el tamaño del bicho—; quien a
pesar del asombro, aún lo conserva—me refiero al palito, el asombro no
importa si se conserva o no—, puede sin dudas sentirse valiente porque lo
es.
4- Si la operación se realiza
varias veces seguidas y con el mismo individuo, la araña no volverá
rápidamente a ocultarse, permanecerá desafiante —¿Comprenden? El bicho
patudo ya se avivó que no hay un peligro real, sólo un pícaro o pícara
aburrido que la está molestando con un palito—.
5- Si se piensa en aproximar
nuevamente el palito a esta araña irritada, se sugiere el uso de uno largo,
ya que probablemente se subirá en él —¡eh! ¿Qué quieren que explique, acá?,
está clarísimo—.
Anexo bibliográfico:
Complejidades de los arácnidos
Necesitan alimentarse de
presas vivas, éstas permanecerán inmóviles por su ponzoña soporífera hasta
ser engullidas —impresionante, mantienen a las víctimas quietas en un
ensueño que las atonta porque saborean de comerlas bien vivitas, algo así
como un freezer de dormilones—.
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Continúo en lo que andaba, ya
veremos si leyeron con detenimiento:
La curiosidad me embriaga, me
acerco sin cerrar la boca y estiro la mano, rozo una de las hojas.
Atontada y confusa, inicio la
torpe apertura de mis párpados. La boca permanece empastada, sin gritos.
Turbia de entendimiento, comprendo: esta vez, fui demasiado lenta. Tendría
que haber buscado un palo, un palo bien largo[1].
[1] Espero que hayan leído cuando escribí que las patas negras eran gigantes, así sabrán dónde acabo de despertar: “ñam, ñam”.
Rita
Gardellini: Nació en Rosario (Sta Fé). Argentina. escritora, poeta,
docente, investigadora
Publicó: No dejes que muera; Después de comer perdices o
por qué las mujeres son boludas e insisten enamorarse…; Alumnos lectores...
alumnos escritores y su seño. Los soles verdes
Contacto:
ritamgardellini@yahoo.com.ar
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