Paraíso
Como un tambor.
Oí el galope como a un tambor.
Casi corriendo salí al patio, porque también oí que me nombraba cierto apodo
en desuso, olvidado:
- ¡Chulengo! ¡Chulengo! -
La voz del hermano menor de mi madre, su voz joven, entusiasta como cuando
se preparaba a contarnos una gran mentira, me anunciaba junto con su
presencia, visos de lo que encontraría al salir; inmediato; cierto o no.
En cuanto terminara de abrir los ojos.
Pude disfrutarlo viéndolo sofrenar su ‘tostado’ al borde de la penumbra de
los paraísos, alta la mano del rebenque, pañuelito verde ondeando, camisa a
cuadros, riendas y apero sacudidos bravamente hasta rozar las orejas del
animal. Lo vi saltar al piso, sonriente, tomarme por la cintura, levantarme
sobre el recado caliente con algunos abrojos en la lana del cuero,
urgiéndome a seguirlo sin soltar palabra. Le brillaba la punta de la nariz
tanto como las pupilas. El bigote rubio relucía encima de su sonrisa de
delfín; no le faltaban dientes en la boca ni un solo cabello a su cabeza (su
cabeza rojiza que las muchachas solían acariciar ante mí).
Otro caballo tostado, idéntico al que acababa de prestarme, se nos puso a la
par, listo, resoplando de contento. Me dejó montado, pasó por debajo del
cogote del animal y estribó al paso, haciéndolo caracolear entre los postes
de la tranquera de la estancia, abierta a la callecita hacia el campo.
Al final del giro se acercó y sentí que me metía entre las manos unas
boleadoras avestruceras recién engrasadas.
Soplaba la brisa del norte. Lo primero que noté al salir. El viento del
galope era otro. Era como si la brisa abriera un claro más claro frente a la
casa, soplando desde el bajo con todos sus olores a laguna, y allá fuimos, a
todo galope, transportados por la alegría de los caballos, seguidos por tres
o cuatros perros caseros que esta vez no se quedaron atrás.
Cruzamos un maizal de soles repetidos, desgranados y extendidos sobre el
potrero del molino de las casas, mientras otro sol, más hundido en el cielo,
empapaba el oeste de la bóveda, inmenso y anaranjado, como si allá fueran
eternamente las seis de la tarde, deshojadas en un día de verano. La brisa
del norte, perfumada por la menta de los declives y las flores de los cardos
negros, nos acarició la piel. Abría surcos retorcidos pero blandos en las
cercanías. Permitía contemplar las lomas como nunca antes, a pesar del
vértigo que montábamos y nos arrebataba.
Ya no existían los alambrados. Los hombres de la familia los había deshecho.
Vi que habían quedado sonriendo sólo las filas de álamos, espinillos y
aromos que se amparaban junto a los hilos mientras unos crecían y los otros
eran extendidos y atendidos cada año.
Una manada de ñandúes como nunca había visto, en alto cientos de sus alas
despeinadas, corría entre los pastizales por delante de nosotros, y entre
sus patas y gambetas lucidas, cantidad de liebres y charabones se esforzaban
por imitarlos o seguirlos en la carrera. Mi padre, inclinado sobre el tuce
de su doradillo Chimango, me sonrió con una felicidad tranquila que nunca me
había demostrado ser capaz de gozar. Revoleó sus ‘tres marías’ al vernos,
con renovada fuerza, y las soltó. No hacia algún macho elegido ni al bulto
de unas hembras que escapaban apareadas, sino hacia el cielo, hacia lo alto
incendiado que invitaba. Y las bolas, lentamente girando, se unieron allá a
la serenidad de la luz, sin caer, para asombrarme. Para dejarme asombrado en
múltiples sentidos que me despreocupaban.
Mis otros tíos, juntos como antes, haciendo actuar sus caballos al unísono,
y mis otros hermanos varones a los que me reuní instintivamente, también mis
amigos montados en feroces petisos del pelaje que pidieran, revoleaban bolas
por sobre sus hombros, a quien más y mejor.
Así me descubrí a mí mismo, con mayor edad que ahora, corriendo a la par de
un padre también mayor, con naturalidad más echado hacia atrás en el recado,
lo que no por señorial es más fácil.
Ñandúes y ciervos colorados saltaban y volaban sobre aquel brazo del
Chelforó metido, que entraba por los potreros del fondo, formando como un
puente sobre el agua plateada, enrojecida. Nuestros caballos, entusiasmados
por la repercusión contagiosa del ámbito, a los que no nos resultaba
necesario guiar, pecharon el arroyo con tal ímpetu que modificamos el dibujo
que tenían sus barranquitas entre la cebadilla bruñida, intocada, recién
peinada y protegida del tiempo por la luz. Una blanda nube de mariposas
blancas, anaranjadas y amarillas, escapó del estruendo de los cascos en el
agua como otra gran salpicadura silenciosa.
Alcancé a ver niños desnudos bañandosé en otra panza del cauce. Otros que
jugaban con muñequitos de barro nos alzaron en brazos como si fuésemos de
juguete, nos depositaron más allá, entre los duraznillos florecidos, y
volvieron a tomar sus mazacotes de greda, que hubiéramos podido aplastarles.
Al otro lado del escenario del arroyito, hundidas hasta el ruedo de sus
polleras en la flor morada, muchas madres, hermanas y tías, nos alcanzaron
mate dulce y bandejas de tortas fritas calientes.
Nuestros ranchos ya no estaban separados, como vigilantes de cada propiedad.
Los patios se juntaban y acomodaban fondo con fondo, árboles con árboles,
cercos con cercos, retamas con ligustros, huerta con huerta, chiqueros con
corrales y gallineros con galpones. Nuestro patio ¡por fin! daba al patio de
los Arrechea, al de los Artignano, al de los Camino, de los Anza, de lo
Farías, a los tres patios de los Arce con el aljibe y las hortensias de la
abuela, al patio secreto de los García, de los Etchelet, los De Vincenti y
al querido patio de la mismísima Escuela Gral. Belgrano. Donde al pasar
volando a caballo no me sorprendí, sino que nos sorprendí a todos, todavía
jugando a la bolilla, hasta la maestra arrodillada, entusiasmada, buscando
culminar en hoyo.
Vi algo que me gustó unos minutos después de verlo. Nuestra troja, siempre
torcida o vencida por el peso porque papá le ponía pocos palos o la hacía
demasiado alta, no parecía tan tosca al formar una rueda con las otras
trojas, unas petisas, otras gordas, no tan altas, redondeadas o cuadradas y
panzonas, repletas de maíz. Ninguna estaba bien hecha pero se veían
hermosas, como siempre las habían visto cada uno de sus dueños.
El potrero del fondo en lo de Abuela, había recuperado su antigua condición
de mar, como cuando recién lo conocí. Así, abarcaba toda la luz del sol y
los resplandores de los soles menores que aparecían y rebotaban por donde
mirase.
Los montes de acacias y eucaliptos y las nubes estiradas, se mezclaban poco
a poco, de modo que toda clase de lunas manchaban los bamboleos del
horizonte. Sin volverme yo sabía que una luna casi llena, casi transparente,
casi humana, flotaba en el este aparecida por encima del aire y sus
temblores, y que esa noche nos reflejaría otra vez en las paredes
amarillentas de la casa.
Pedazos de cielos combinados venían a mirarnos como espejos cordiales.
Todo cuanto había ido siendo destruido y perdido mientras tratábamos de
vivir nuestras vidas, aparecía recuperado y mezclado, aquí y ahora.
Adivinaba y me reía. Sabía quiénes eran aquellos paisanos que corrían y
gritaban a lo lejos, aunque ningún ñandú cayera ni se derramara sangre
alguna. Los conocía a todos, reconocía sus caballos domingueros y hasta su
manera de galopear.
Vi las espaldas de Rafael Cortés. Por las espaldas y el pañuelo colorado
supe que era él. Reconocí entre la gritería su guturalidad indiana. Como si
las arreara, como si las desafiara, animaba a las manadas por delante de su
brazo diestro, cargado de boleadoras, lazos, lanzas y sogas paleteadas
Vi al tío abuelo Alejandro montado en su ‘Analcahuito’, resurrectos ambos,
ganosos todavía.
Recién entonces comprendí.
Detrás de nosotros, frente a cada casa, la luz se arquearía para
acariciarnos moral-mente al volver del paseo, al apearnos y desensillar,
para recibirnos de nuevo como merecíamos.
Uno a uno habíamos ido alcanzando la novedad consagratoria. Habíamos venido
agregándonos entre el festejo mutuo, igual que sucedió en cada principio. No
queríamos que ninguno quedara afuera. Hoy apenas había sido el momento de mi
turno.
De mi confortamiento.
Tuve ganas de que esa noche asáramos corderos enteros bajo los paraísos.
Pensé que mientras la comida estaba lista, jugaríamos a las escondidas entre
esquinas y chispas. Esta vez agregaría mis propios cuentos a los de los
demás hombres. Sí. Me animaría.
Más tarde, niño y no niño, risas y puteadas, jugaría a la lotería de
cartones sentado a una mesa muy larga, más larga aun que la de los abuelos.
Allá, en las cabeceras de humo y penumbra, cerca del brasero, estarían
ellos, en irrenunciables parejas, convidados con el primer mate, con la
primera tajada de todo.
Esa noche podría gritarles o hacerles una señal cuando me nombraran. Cuando
supieran de mí, me recordaran y preguntaran por mí. Tal vez me pidieran que
me pusiese de pie para verme mejor.
Sentí que me brotaba el primer aullido de alegría, pero que ¡por fin! no
pudo despertarme.
¡Por fin! Este era nuestro paraíso.
Simón Esain:
Nació en Maipú, reside en Chascomús (Bs
As): Argentina
Publicó: Indignación de Noviembre, Mayo
de 1989, Musa Interventora , El Momento de Ahogarse, Las Malvinas y
Otros Sueños , Enero y Otros Meses, I, II, III , Setiembre y Otros Meses I,
II, Setiembre Naif, El Problema de Bembi ,Toque a la Mano de Bronce
Contacto:
simonesain@hotmail.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario